Crítica de teatro de Víctor Iriarte en Diario de Noticias de «La estupidez», de Rafael Spregelburd, en el Teatro Gayarre
CRÍTICA TEATRO
LA ESTUPIDEZ. Productora: Feelgood (Madrid). Autor: Rafael Spregelburd. Dirección: Fernando Soto. Intérpretes: Fran Perea, Toni Acosta, Ainhoa Santamaría, Javi Coll y Javier Márquez. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Sábado 17 de septiembre. Públicos: 700 espectadores, lleno excepto el anfiteatro.
Codicia en Las Vegas
Es sorprendente el efecto que está causando La estupidez desde su estreno, pues divide a los espectadores en dos bandos irreconciliables. A un lado los que consideran lo visto una de las últimas maravillas de la escena nacional, y al otro, quienes la estiman un tostón irritante y perfectamente olvidable. La vi en Madrid en enero y me dejó planchado, no sólo por sus tres horas diez minutos de duración, y sentía curiosidad por revisitarla para descubrir qué santo grial me estaba perdiendo. Una vez vista, me sumo incondicionalmente al segundo grupo, pues puede aplicársele perfectamente el estrambote de Cervantes: “Fuese y no hubo nada”.
Rafael Spregelburd es uno de esos especímenes brillantes que han surgido del vivísimo panorama teatral argentino de la última década, que pronto ha devenido en autor de culto, a quien se le encargan proyectos en medio mundo. Éste es uno de ellos, surgido de un teatro alemán que le pidió una heptalogía sobre los siete pecados capitales, tomando como punto de partida unas tablas pintadas por El Bosco. Y se puso a ello. La estupidez está relacionada con la codicia. Sitúa la escena en uno o varios moteles baratos de Las Vegas, que no está claro, pues una misma escenografía sirve para ilustrar todas las habitaciones cambiando sólo de imagen la pantalla sobre la cama que simula ser un cuadro. Por allí caen dos policías gays, dos estafadores que quieren colar un cuadro sin valor a un pardillo, un matemático que ha descubierto no se sabe qué maravilla y al que sablea un hijo perseguido por la mafia, también un mal bicho que arrastra y maltrata a una hermana paralítica cerebral y unos matrimonios que ganan algunos dólares jugando conchabados a la ruleta, entre otros.
Pero los ingredientes de semejante pastel no montan, el juego carece de progresión dramática, la mayoría de las situaciones no están engarzadas unas con otras y las que sí, tienen un ensamblaje deficiente. La puesta en escena no es limpia y no se distinguen las escenas que se desarrollan temporalmente a la vez ni las que, siendo consecutivas, se desarrollan en la misma habitación. Hay un barullo general que agravan errores de bulto (cómo llega a la impedida la cinta casette ofrecida a la periodista y una entrada falsa de Fran Perea, que deja la escena por el baño y sale al segundo desde el hall). Ese desenfoque contagia la interpretación, que se quieren justificar a modo de guiños graciosetes pero que rompen la credibilidad de una puesta en escena realista sin aportar matices. La resolución, leída en prensa, es gratuita y de una torpeza autoral intolerable tras soportar 180 minutos de función. Aunque en el fondo da igual, porque es imposible empatizar con nada de lo presenciado.
El relativo éxito del título puede entenderse en el atractivo que tiene para cualquier actor de raza, pues es un ejercicio de interpretación estajanovista que exige un esfuerzo draconiano a sus 5 intérpretes, que tienen que afrontar 24 papeles a un ritmo vivísimo y con cambios de vestuario ciertamente complicados. Los diálogos, al César lo que es del César, son deliciosos las más de las veces y, en algunos momentos, brillantes. Destacaron Ainhoa Santamaría (discapacitada, borracha) y Javi Coll (policía, mafioso, matemático), por su ductilidad para individualizar roles y vis cómica, por encima de sus compañeros. Todos, sin embargo, funcionan como un reloj en escena y superaron las estrecheces de un escenario que necesita más amplitud.
POR Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias de Navarra el lunes 19 de septiembre de 2016.
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