La anécdota seguro que la han escuchado alguna vez, pero yo se la recuerdo. Chejov tiene 36 años y se sabe gravemente enfermo cuando el Teatro Alejandro de San Petersburgo decide estrenarle en 1896 su drama La gaviota, en el que tiene puestas todas sus esperanzas. El fracaso es estrepitoso y los espectadores, entre risas y abucheos, lanzan al escenario decenas de verduras en señal de protesta (el hispánico lanzamiento de tomates tiene su equivalente eslavo en la coliflor, de trayectoria quizá más menos precisa pero de impacto más doloroso, que lo sepan). Es la segunda gran decepción de la vida de Chejov porque, poco antes, el mismo teatro le ha estrenado con similar resultado Ivanov con tantos cortes, añadidos y remiendos que el propio autor ha rebautizado al personaje como “Estupidov”.

Constatado el fracaso, Anton Pavlovich Chejov, el médico mediocre que se gana la vida inventando cuentos que le publican regularmente periódicos ávidos de buena literatura, se juramenta no volver a escribir para la escena “así viva setecientos años”. Nunca jamás, se dice. De haber cumplido la promesa, el teatro mundial sería hoy mucho peor, el Gayarre programaría –día sí día no– culebrones venezolanos y hoy no habría función gratuita, por lo que ustedes tendrían que entretenerse viendo la iluminación navideña de la avenida de Carlos III.

Afortunadamente, en la historia del teatro siempre han existido genios discretos que han sabido ver con antelación lo que el común de los mortales ni ha olido. El “ángel de la guarda” de Chejov se llamaba Vladimir Nemiróvich-Danchenko, era director artístico del Teatro del Arte de Moscú y ese mismo año de 1896 le comunicaron que había ganado el premio Griboiédov al mejor drama de la temporada por El valor de la vida. Este hombre brillante se negó a recoger el premio (caras de asombro), dijo que La gaviota, y no la suya, era la obra del año y quizá de la historia del teatro ruso (risas) y que ya os valía (carcajadas). Ante esta reacción, se arremangó, llamó a Chejov y, tras darle un turre de preocupar, le convenció para re-estrenar el drama.

Nemiróvich sabía que con el elenco de San Petersburgo Chejov no podía ir ni a heredar: una compañía encabezada por primeras figuras rodeadas de actores mediocres para que no les hicieran sombra, que actuaban de forma engolada, melodramática, amanerada, buscando efectos fáciles e impostando la voz. “Echándole” teatro, en definitiva, que es como no hay que hacer el teatro. Un horror. Nemirovich entendió a Chejov a la primera lectura: textos donde lo que se ve y se dice en escena carece de importancia frente a lo que no se muestra ni se expresa. Un teatro construido sobre personajes cuya rica y atormentada vida interior (aman sin ser correspondidos, viven agobiados bajo una aparente sonrisa, disimulan su egoísmo, su mediocridad, sus sueños, su profundo dolor) no tiene correlato en la acción dramática, que es mínima, aparentemente anecdótica. ¡El subtexto!, gritaba Nemiróvich a sus actores ¡Busquen el subtexto! ¡El silencio, exprese usted con el silencio!, repetía. Un teatro donde el escenario se expande como la galaxia, porque lo importante sucede entre bastidores y al público sólo le llegan ecos, músicas y sonidos con los que debe completar la parte del drama que el autor se ha negado a contar, a remarcarla un poco después y a subrayarla antes del climax por si ha echado la cabezadita y ha perdido el hilo, vaya por Dios, no se preocupe usted que ahora mismo se lo repito y se vuelve satisfecho a casa.

Nemiróvich fue el primero en entender que el teatro llevaba veinticinco siglos mostrando en dos horas largas personajes que ganaban batallas, se mataban, se sacaban los ojos, hacían rimbombantes declaraciones de amor y decían frases inteligentes o ingeniosas cada dos réplicas y que fue Chejov quien le puso el cascabel al gato: así no sucede en la vida real. En el día a día, en general, lo que hacemos con regularidad es comer, beber, evacuar y decir tonterías sobre los más variados temas, como el fútbol, la chavala de recepción, el derecho a decidir y la lotería de Navidad. Y al teatro había que llevar la vida real. Así que Nemiróvich repartió de nuevo papeles a su compañía para La gaviota. El primer actor del Teatro del Arte, Constantin Stanislavski, que era bastante bueno, aunque todavía le faltaba un hervor, protestó airadamente, porque no veía “aquello”:

–¡Esto es imposible de representar!

Así se lo gritó a Nemiróvich, que lo miró con cara de pena (o eso me imagino).

–¡Esto es imposible de representar –repitió Stanislavski–, hay que ser así! Y entonces cayó en la cuenta: había que vivir los personajes, llevar la verdad alescenario. E inventó un catecismo para preparar su papel, sentir las sensaciones que experimenta el personaje y expresarlas de forma sencilla, con naturalidad. El Método, con mayúsculas. Otro genio. Tres en un año, qué tiempos.

Ganas de dormir, ganas de llorar

La sociedad Chejov-Nemiróvich-Stanislavski ha sido determinante en la historia del teatro y en la programación del Gayarre, porque la verdad es que no nos podemos quejar: Chejov siempre aparece en la carta y se sirve en raciones abundantes. Que recuerde, Global Producciones propuso un Tío Vania con reparto local en 2000; Teatro de la Danza ofreció La gaviota en 2002; en 2004, Teatrapo estrenó After play (Después de la función), de Brian Friel, lúcido ejercicio chejoviano que reúne en un café a dos personajes de obras distintas del ruso a ver en qué acaba la cosa. Este año, ha coproducido con el Centro Dramático de Aragón Tres hermanas, dirección de Ignacio Aranaz, que se repone este viernes y sábado. El montaje llega bien pochado tras girar por varias provincias durante meses, así que merece la pena que acudan tanto los que no pudieron verlo como quienes asistieron al estreno, porque siempre se encuentran nuevos matices a cada personaje.

El ciclo Pequeñas Obras de Grandes Autores también ha programado La petición de mano, pieza corta y cómica de 1884 que se vio en 2002, y El violín de Rothschild en 2004, dramaturgia basada en uno de los cuentos de Chejov, operación que hoy repite Ana Maestrojuán con Ganas de dormir (Spat jochetsa, publicado el 25 de enero de 1888 en La Gaceta de San Petersburgo).

No es mala solución la escogida por esta directora, pues los cuentos y el teatro de Chejov tienen mucho en común. El escritor escribió compulsivamente relatos por pura necesidad económica: las revistas se los pagaban bien y en el acto, y necesitaba mantener a su familia tras la ruina del negocio paterno. Además, el teatro sólo le dio dinero los últimos años de su vida, los que van de La gaviota en 1896 a El jardín de los cerezos, del mismo año de su muerte, 1904.

Los cuentos de Chejov son un saco sin fondo, no sólo porque sus obras completas necesiten 18 generosos tomos, sino por su calidad extraordinaria. Hay varios porqués. Su condición de médico le había agudizado su ya fina capacidad de observación y penetración psicológica, que trasladó a sus personajes. La escritura “profesional” (hubo encargos que entregó en 24 horas) le ayudó a crear un lenguaje denso y preciso, a decir mucho con poco, a describir un paisaje en breves trazos poéticos. Clave es su peculiar uso del punto de vista: narra en tercera persona, pero la acción se ve no con los ojos del narrador, sino desde los del protagonista, lo que crea un efecto de impacto: la mirada particular sobre el mundo del personaje desvela su carácter y lo acerca emocionalmente al lector.

La obra de Chejov muestra un mundo aparentemente fácil de aprehender, transparente como un cristal, pero el lector y espectador avisado pronto se dan cuenta de que esa sencillez es tramposa. Su literatura es elíptica, fragmentaria y desconcertante, basada en sobreentendidos, en espacios sin completar que amplían la posibilidad de significados. La lectura, como un sedimento, va dejando en el lector las constantes del universo chejoviano: su deprimente percepción de que la vida es muy corta (supo muy pronto que vivía con las horas contadas) y de que el hombre acostumbra a derrocharla de forma absurda. Desde su pesimismo existencial describe a las personas como abúlicas, inútiles, llenas de buenas intenciones pero incapaces de tomar las riendas de sus propias vidas; y, además, y paradójicamente, cuando consiguen sus metas, continúan igual de insatisfechas e infelices. Finalmente, Chejov muestra que el mundo no tiene remedio, siempre habrá fuertes y débiles, la comunicación es imposible y los segundos se llevan la peor parte. Buen ejemplo está en Ganas de dormir, cuya clasista visión de la sociedad se sufre más desahogadamente si se sabe que Rusia deroga la esclavitud ligada a la tierra en 1861, un año después del nacimiento del escritor.

Seguramente Chejov hubiera disfrutado al ver sus cuentos escenificados. El teatro fue la gran pasión de su vida: jugaba a dirigir a sus hermanitos en obras cómicas que escribía tras observar a sus vecinos, a los que luego convertirá en personajes de sus relatos. Matrimonió con una actriz del Teatro del Arte y fue feliz recorriendo los camerinos, sugiriendo repartos, atrezzando objetos y viendo maquillarse y transformarse para la escena a sus amigos. Pocas veces dio directrices sobre interpretación y sólo tras soportar lastimeros ruegos de los actores. Combinaba recetas –“Lopajin no grita. Es rico y los ricos nunca gritan”– con mensajes que se tacharon de crípticos: “Es un hombre que lleva zapatos amarillos y con eso está todo dicho”. Una actriz fue más directa y le espetó:

–¿Cómo tengo que interpretar mi personaje?

–Bien-, le respondió.

A mí me parece un consejo redondo.

Víctor Iriarte