Espectadores en busca de un autor
Los “teatreros” contamos con una ventaja estratégica frente al resto de los mortales: disponemos de un infalible “detector de idiotas”, de manejo sencillo. Este artefacto, de gran precisión, nos permite reconocer a un bobo en nanosegundos, en cuanto la persona que tenemos enfrente pronuncia la consabida frase:
EL IDIOTA QUE NO SABE QUE LO ES: (Impostando la voz) El teatro está en crisis.
Nada más escucharla, sabemos que estamos frente a un lerdo. Nunca falla. Tonto sin remedio. El detector vibra mucho con periodistas. Es muy habitual leer en una entrevista:
EL PERIODISTA IDIOTA: ¿El teatro está en crisis?
Pregunta para la que sólo hay una respuesta posible, la que suelo dar:
EL FIRMANTE DE ESTE PROGRAMA DE MANO: No. Lo que está en crisis es el periodismo, porque siempre preguntáis la misma chorrada.
No hay crisis en el teatro. No la ha habido ni un sólo día en 25 siglos de teatro occidental desde que Tespis descompuso el coro griego ni en los 5.000 años que conocemos de formas dramáticas estandarizadas en el teatro oriental. Así que digámoslo claro: es radicalmente imposible que el teatro esté en crisis. Y eso es así porque el teatro es tan consustancial al ser humano como el respirar, como la piel que nos envuelve o como la capacidad de sentir dolor. Imagínense al/la periodisto/a de 9 líneas más arriba interrogando a un médico de prestigio:
EL PERIODISTA IDIOTA: Doctor, ¿está en crisis el olfato humano?
El galeno respondería:
EL MÉDICO SABIO Y CASCARRABIAS: ¡No, hombre, no! ¿Cómo va a estar el olfato en crisis? No sea usted majadero/a. Puede que haya personas resfriadas, o espacios contaminados, o tipos especialmente torpes que cenan en el Bulli y salen como entraron, pero no existe crisis de olfato, ni crisis de visión, ni hay crisis en la capacidad de amar (o de llorar, o de evacuar), en genérico, en el ser humano.
Y esto es así porque el teatro es el instrumento más perfecto que el homo antecesor ha tenido para conocerse a sí mismo en cuanto aprendió a razonar (en el momento en que dejó de comportarse como un animal a tiempo completo). El teatro puso al hombre frente al hombre y le ayudó a tomar conciencia de su esencia, de su singularidad y, paradójicamente, de su pertenencia a lo humano. Le enseñó a desdoblarse para poder explicarse a sí mismo analizando sus pasiones, sus miedos, su relación con sus congéneres, con la muerte y con la trascendencia. Algo tan consustancial como respirar, ya digo. Por eso se han dado casos de grupos humanos que no conocían el teatro ni formas parateatrales cuando fueron descubiertos por la “civilización”, pero no existe ni un sólo colectivo, raza, tribu o país que, una vez que ha conocido el teatro en su forma occidentalizada, haya dejado de practicarlo. Ni uno solo.
EL LECTOR/ESPECTADOR: Oiga, muy interesante, ¿pero a cuento de qué viene esta chapa, si yo he venido al Gayarre a ver gratis lo que nos echan de Pirandello?
EL FIRMANTE: Un poco de paciencia, hombre, que sólo le quedan 15 líneas.
Disculpen la interrupción. Decía que el ser humano aprendió a conocerse gracias al teatro, y sigue intentando conocerse, y seguirá siendo así mientras el mundo sea mundo y el 8 de marzo San Veremundo. Hubo unos griegos que lo hicieron estupendamente (Sófocles, Eurípides) y un chico británico, Shakespeare, especialmente atinado en observar el comportamiento humano y convertir sus personajes en arquetipos universales. Viéndoles nos vemos y nos entendemos. Ellos, y otros después, sabían del teatro como laboratorio que condensa en grado extremo el sentido de la vida. Y con eso fuimos tirando. El asunto es que, a finales del siglo XIX, un austríaco visionario, médico judío él, Sigmund Freud se llamaba, descubrió que el ser humano no se explica sólo por cómo actúa y habla –que es lo que todos pensábamos hasta ese momento–, sino que es y se comporta en función de algo más: su subconsciente, que fija neuras y complejos y todo ese lío. Y un humorista italiano cae en la cuenta de que eso iba a tener consecuencias en el teatro. Sí hay nuevas fronteras en lo humano, hay que reajustar el laboratorio indagando en los límites del escritor, de sus “creaturas” y de la teatralidad. Coda: Y esa vuelta de tuerca nos permitirá entendernos a nosotros mismos todavía mejor. Y escribe Seis personajes en busca de un autor. Dicho en plata, aquello fue la leche.
Pirandello, el destello del genio
El ensayo de la obra a punto de estrenar es interrumpido, para sorpresa de los actores y cabreo del director, por la entrada en el teatro de una familia que se las trae: seis personajes que se rebelan contra su autor, condenados como están a un sufrimiento sin límite que excede los márgenes blancos del papel sobre el que fueron escritos. Esa obra de 1921, que condensa una trayectoria literaria coherente y lúcida, es un momento cumbre de la literatura universal y justifica el Premio Nobel de 1934 al siciliano Luigi Pirandello (1867-1936).
El galardón que irradia anualmente fama desde Suecia es el nexo de unión este año del ciclo Pequeñas Obras de Grandes Autores, encomienda en esta ocasión a la directora Ana Maestrojuán. Ella ha pescado en el abundante repertorio de teatro breve del escritor El hombre de la flor en la boca (1922), pieza relativamente conocida en Navarra, porque la compañía La Nave la movió calculo hace 16 años con Miguel Munárriz (que hoy repite sobre el escenario) y Javier Baigorri en los papeles principales, y Marta Juániz y Jorge Mori en los episódicos.
Casualidad o no, es elección acertada para este ciclo relajadamente pedagógico, porque a pesar de lo que se lee por ahí se trata de un texto tan “pirandelliano” como Seis personajes…, Cada cual a su manera (1923) y Esta noche se improvisa (1929), ambas también juego del teatro dentro del teatro, y especialmente la que entiendo es su obra cumbre, Enrique IV (1922), tragedia de un individuo que cree vivir en el siglo XI tras caer de un caballo y golpearse en la cabeza: en su mansión todos le llevan la corriente y lo jalean como monarca vestidos de época hasta que se descubre que recuperó la consciencia años atrás pero ha vivido simulando.
Volvamos a la obra de hoy. Es “Pirandello puro”, de entrada, el maltrato del autor hacia sus personajes, a los que escatima incluso lo más personal: el nombre propio. El italiano es de los primeros autores que se atreven a tanto. Sólo sabemos que son EL HOMBRE DE LA FLOR EN LA BOCA y EL PARROQUIANO PACÍFICO y que la casualidad los ha reunido una calurosa noche de verano en el cafetín “after hour” donde se desarrolla la acción.
Pirandelliano es así mismo el aparente diálogo, y escribo aparente porque corre fluido pero no es tal: los personajes no hablan entre sí sino que superponen sus monólogos, porque están en mundos diferentes, viven en tiempos vitales distintos. Uno emite en onda media y el otro, como si dijéramos, en frecuencia modulada, y así es imposible. El parroquiano, porque sus preocupaciones mayores pasan por aguantar el latazo que le están dando mujer e hijas ese veranito y el que tiene una flor en la boca, porque cuando tienes una flor en la boca empiezas a mirar el mundo de otra manera y a valorar la forma delicada en que un buen dependiente pone un lazo a un paquete como dios manda, el desbarajuste estético de la consulta privada de un médico de provincias, el placer de contar las hojas de una planta cualquiera del sendero o el sufrimiento que le procura la mujer vestida de negro que le ronda inmisericorde desde hace meses. Y comprobarán en minutos que son sus personajes prototípicos. Él lo confesó así:
PIRANDELLO: [La fantasía] se divierte trayéndome a casa, para que yo idee cuentos o novelas o comedias, a la gente más insatisfecha del mundo: hombres, mujeres, adolescentes, envueltos en extrañas historias de las que no encuentran la manera de salir; contrariados en sus planes, defraudados en sus esperanzas; tratar con ellos es a menudo un gran suplicio.
Y llego a la última reflexión por hoy. ¿A qué género pertenecen El hombre…, Enrique IV o Seis personajes…? Un director de a peseta, ni leído ni viajado, tiraría de realismo en su montaje o, si va de listo, del simbolismo, que es desde donde más se ha masacrado a quien vivió para dinamitar el drama clásico y el “aura” del personaje. Así que atentos: el mejor teatro pirandelliano es ciencia-ficción. Si no se entiende esto, no se ha entendido nada.
EL DIRECTOR QUE NO SE ENTERA: No lo cojo.
LA PERIODISTA IDIOTA: ¿Ciencia-ficción si no salen cohetes ni marcianos?
Ciencia-ficción, sí señor, y no den la murga con naves espaciales. En las obras citadas, Pirandello coloca máscaras en escena que viven en acronía, en tiempos diferentes, de ahí la imposibilidad de la comunicación. Y es que a comienzos del XX un alemán visionario, físico judío él, Albert Einstein se llamaba, había intuido que el tiempo no era ni podía ser un parámetro de medición absoluto, sino relativo. Lo que abría infinitas posibilidades filosóficas. Y Pirandello, que sí era un autor leído y viajado, lo había estudiado bien.
Víctor Iriarte
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