Un maledicente diría que Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura de 1922, es el autor teatral más popular de la historia… entre los fabricantes de agendas y calendarios de taco. Y tendría su parte de razón: sus aforismos dan para cubrir con suficiencia 365 hojas e inocular a los lectores a diario un pensamiento ingenioso. Y es que el escritor madrileño (1866-1954) fue una factoría de sentencias, que ponía en boca de los miles de personajes que creó para las doscientas obras que escribió y estrenó a lo largo de su vida. Les pongo unos ejemplos:
El amor es como el fuego: ven antes el humo los que están fuera que las llamas los que están dentro / El dinero no puede hacer que seamos felices, pero es lo único que nos compensa de no serlo / En la vida, lo más triste no es ser del todo desgraciado: es que nos falte muy poco para ser felices y no podamos conseguirlo / La ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe / Alguna vez, para ser bueno, hay que dejar de ser honrado / Lo peor que hacen los malos es obligarnos a dudar de los buenos / Para comprender el dolor no hay inteligencia como el dolor mismo / Siempre es más noble engañarse alguna vez que desconfiar siempre / Si la gente nos oyera los pensamientos, pocos escaparíamos de estar encerrados por locos / La calumnia es la venganza de los cobardes / Más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor / Perdonar supone siempre un poco de olvido, un poco de desprecio y un mucho de comodidad / Sólo temo a mis enemigos cuando empiezan a tener razón / Dios castiga en los hijos las culpas de los padres, porque sabe que no hay mayor dolor que el dolor de los hijos / El mal que hacemos es siempre más triste que el mal que nos hacen.
Pero Benavente es mucho más: es el autor dramático que domina la escena española “seria” entre 1900 y 1936, cuyas obras se rifan los grandes actores-empresarios del momento (María Guerrero, Emilio Thuillier, Ricardo Calvo, Margarita Xirgu, Lola Membrives), el literato que no hace “obras para el público, hace público para sus obras”. Es él quien, emulando al Cervantes que arrincona las novelas de caballerías con el monumento literario del Quijote, fulmina desde los escenarios los excesos melodramáticos de la escena española que cierra el siglo XIX: el tardorromanticismo ampuloso, exagerado y efectista que suministra a las tablas José Echegaray mediante dramones plagados de crímenes, incestos, infidelidades y suicidios.
Frente a la convulsión y la algarabía, el monólogo altisonante y hueco del momento, Benavente devuelve al teatro español la elegancia y la sutileza. Su teatro tranquilo arrincona la acción en favor de un diálogo vivaz, gracias a la catarata de réplicas ingeniosas, cargadas de ironía nunca del todo hiriente, con las que analiza los conflictos básicos de la burguesía española del momento. El público se reconoce de inmediato en las dificultades que envuelven a sus personajes y se deja acariciar por ese uso aterciopelado del lenguaje benaventino. Este teatro se apoya en el absoluto dominio de lo que se conoce como la “carpintería teatral”: el autor ordena por precisión milimétrica los acontecimientos, muestra sibilinamente la sutil psicología de sus personajes y éstos dejan caer frases que desvelan el trasfondo terrible del drama para llevar con aparente sencillez el conflicto a un momento cumbre y a un desenlace sorprendente.
Con él, la alta comedia española (conflictos ambientados en salones burgueses) alcanza su cumbre. Lo beneventino impregna más de medio siglo, porque deja escuela: el teatro de María Lejárraja, Pemán, Calvo Sotelo, Antonio Paso, Luca de Tena o López Rubio le debe mucho. Sin embargo, de toda su producción, apenas dos piezas suyas se representan ya con cierta regularidad: su obra maestra, Los intereses creados (1907), delicioso enredo con personajes de la Comedia del Arte, y el drama rural La Malquerida (1913), que conoció 206 representaciones en Nueva York, Chicago y Boston. El olvido tiene su lógica: el arrinconamiento de la acción en todas su obras (porque lo fundamental es lo que se dice, no lo que se hace) y las réplicas demasiado bien escritas como para parecer espontáneas hoy nos resultan artificiosas. Lo que fue antirretoricismo hace un siglo suena ahora acartonado, formalista, en exceso bonito y poco teatral. Si cualquiera de ustedes lee, por ejemplo, Rosas de otoño (1905) y comprueba de qué modo coloca el autor los “deberes” de la esposa engañada, seguramente pasarán vergüenza ajena, que es el combustible que más nos aleja del universo mental de aquellos conflictos burgueses y, por ende, de su teatro. Pero poco importa que no se represente, Benavente escribe tan bien que gana leído. Hagan la prueba. No les decepcionará.
La equívoca sonrisa de la Gioconda
Algunos de los habituales de los “lunes gratuitos” del Gayarre, que esperan ansiosos con el nuevo curso el ciclo Pequeñas Obras de Grandes Autores, saben que este folio que les entretiene la espera usa la primera cara para biografiar al autor y ésta que leen para anotar datos del montaje programado. Sin embargo, Ana Maestrojuán, que dirige las tres obras del ciclo este otoño de 2008, ha escogido una pieza corta y de época del primer Benavente (publicada en 1908) que no es desde luego la más representativa del estilo del autor, si no es por contener una mínima anécdota argumental y un diálogo fluido, que “corre bien”, como se decía entonces.
Ambientada en el estudio de Leonardo da Vinci, la pieza ofrece sin embargo un trasfondo que la hace especialmente interesante para la época en que se escribió: un sutil apunte gay. Como verán, hay un equívoco juego de travestismo en La sonrisa de la Gioconda. De ahí que para explicar la sesión tenga que hablar aquí del hombre y aludir a su cacareada homosexualidad.
Benavente nació en el seno de una familia muy acomodada. Tercer y mimado hijo de un médico prestigioso y con clientela selecta, sintió pasión por su madre, para algunos rayana con lo psicótico. Nunca se casó. Tampoco se le conocieron amoríos públicos, y eso que un autor de prestigio tenía ventajas evidentes en su picoteo por los camerinos de las meritorias. Su madre le perdonó pronto el abandono de los estudios de ingeniería y derecho y le procuró la tranquilidad necesaria para que se centrara en la escritura teatral. Ese ambiente fue decisivo: devoró la biblioteca familiar, aprendió inglés y francés y viajó por Europa para ver representadas obras de Shakespeare, Wilde, Bernard Shaw, Ibsen, Strindberg, Maeterlinck y Nietzsche, conocimiento que le otorga notable ventaja sobre los comediógrafos españoles de su generación.
Es hombre afable, tranquilo, menudo, atildado, pulcro, de maneras educadas y buen conversador, lo que le hace grato a las mujeres. Su fama de “inofensivo” le permite un trato confidente con las damas, algo nada habitual en una sociedad que mantenía distancias abisales entre sexos. Esa observación minuciosa de caracteres femeninos singulariza su teatro. Sus tramas, además de su aspecto, lo “feminizan” ante su público porque hablan de amor, maternidad, problemas maritales, celos, el qué dirán, la superficialidad de los ritos sociales, la infelicidad de la convivencia… Critica a la mujer ociosa (La gata de Angora), el matrimonio de conveniencia (Lo cursi), la decadencia moral de la nobleza (La comida de las fieras)…
Es hombre de criterio pero huye de polémicas. No firma la carta de protesta de la intelectualidad española contra el Premio Nobel a Echegaray. Tampoco habla mal de sus colegas. En una tertulia, elogia en público a Valle-Inclán, que nunca conoció un éxito en las tablas como los de Benavente. “Pues don Ramón no opina lo mismo de usted”, le apostillan.
–A lo mejor estamos equivocados los dos.
No cree en verdades absolutas en política y da aparentes bandazos. Es germanófilo y diputado conservador, pero la Dictadura de Primo de Rivera lo censura. Apoya la República y los “rojos” lo respetan durante la Guerra Civil. Con obras como Aves y pájaros (1940) se tiene que hacer perdonar por el Franquismo, un régimen criminal sostenido por el rencor. Ello le disculpa. También que tuviera arrestos para prologar en 1943 ediciones de Valle-Inclán, a petición de su viuda, cuando estaba muy mal visto mostrarle afinidades. Otros no se atrevieron. Sí fue constante su preocupación por la falta de educación cívica y es el primer autor español de teatro para niños que no los trata como a idiotas (El príncipe que todo lo aprendió en los libros).
Volvamos al asunto. Algunos versos de juventud aluden a un “amor blanco” por una chica, pero no se repetirán. Sí escribe otros con trazos homoeróticos. En 1931 estrena una obra con protagonista homosexual, De muy buena familia. (El público, de Lorca, de un año antes, es más explícita, pero el texto apenas circula). Lo dicho. Benavente, rara avis. Si fue homosexual, lo llevó con discreción y elegancia. Y sorteó puyas con contestaciones atinadas. Las mismas que elevaron su teatro. Un día en la calle se topó con el periodista José María Carretero, que firmaba como El caballero audaz. El apodo lo dice todo: era bobo, petulante y pendenciero.
–Yo no cedo el paso a maricones -espetó grosero el cronista.
–Pues yo, sí -le respondió Benavente. Se bajó de la acera y continuó su camino.
Víctor Iriarte
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