Imposible resumir en pocas líneas la vastísima trayectoria de un personaje tan tentacular como Francisco Nieva (Valdepeñas, Ciudad Real, 1924 – Madrid, 2016), dramaturgo, escenógrafo, director de escena (de ópera, zarzuela y ballet), narrador, ensayista y dibujante, fallecido este jueves a los 91 años. Precocísimo, escribió desde niño relatos y breves piezas dramáticas que recopilaría en Centón de teatro (1996). En la España de posguerra estudió pintura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid) y formó parte del Postismo, movimiento de vanguardia liderado por sus amigos los poetas Carlos Edmundo de Ory y Eduardo Chicharro. Entre 1948 y 1963 vivió en París, donde trabajó como pintor y dibujante. Tras otro año en Venecia, volvió a Madrid en 1964. Trabajó como escenógrafo para José Luis Alonso y Adolfo Marsillach, realizando decorados para espectáculos como El zapato de raso, El rey se muere, Después de la caída y su celebradísima labor en Marat-Sade.

Como dramaturgo no consigue publicar hasta 1971 (Es bueno no tener cabeza, publicada en la revista Primer Acto, que se representa en la Escuela de Arte Dramático de Madrid) y se da a conocer en 1976 con El combate de Opalos y Tasia y La carroza de plomo candente, que dirige José Luis Alonso en el Fígaro, en programa doble, y suponen un revulsivo en la escena española de la transición.

En la década que va desde entonces a finales de los ochenta, Nieva estrena el grueso de su obra, que llevaba escribiendo desde 20 años atrás. Además de las citadas, hay que destacar en ese periodo piezas como Sombra y quimera de Larra (1976), Delirio de amor hostil (1978), El rayo colgado, y Malditas sean Coronada y sus hijas, ambas de 1980. De los ochenta en adelante, estrenará, entre otras, La señora Tártara (1980); Coronada y el toro (1982), que dirige con gran éxito en el María Guerrero; Corazón de arpía (1989), que también pone en escena, en la sala Olimpia. Seguirán, entre otras, Los españoles bajo tierra (1992), en Bilbao, Expo de Sevilla y Madrid; las piezas cortas No es verdad y Te quiero zorra (1988), en el Círculo de Bellas Artes; El baile de los ardientes (1990), de la que es figurinista, director y productor, en el Albéniz; Aquelarre y sombra roja de Nosferatu (1993), dirigida por Guillermo Heras en la sala Olimpia; Pelo de tormenta (1997), escrita 30 años antes, y la más censurada, estrenada al fin en el María Guerrero, y Tórtolas, crepúsculo… y telón, escrita en 1972 y que dirige en el teatro Valle-Inclán en 2011. Su último estreno fue Salvator Rosa, de 1988, presentada en el María Guerrero en marzo de 2015, a las órdenes de Guillermo Heras.

Su teatro, que definió como “vida alucinada, jubiloso furor sin tregua”, nace con voluntad transgresora y alegórica, con el choque de la religión y el sexo como uno de sus ejes, y se caracteriza por un lenguaje muy rico, repleto de imágenes sorprendentes, en el que combina con gran brillantez las improntas del barroco, el romanticismo y la vanguardia, tamizadas por un humor grotesco y esperpéntico. Valle-Inclán, por supuesto, está a la cabeza de su estilo, pero también el castellano arnichesco. Las influencias se multiplican: dramaturgos tan dispares como Brecht, Artaud, Genet y Ghelderode, junto a ensayistas como Bataille o pintores como Solana.

En su Teatro completo, que publica en 1991 y amplía en 2007 en sus Obras completas, clasifica sus piezas en seis categorías: “Centón de teatro” (doce obras cortas), “Teatro furioso”, “Teatro de farsa y calamidad”, “Teatro de crónica y estampa”, “Tres versiones libres” y “Varia teatral”. Entre sus adaptaciones destacan Las aventuras de Tirante el Blanco, sobre la novela caballeresca de Joanot Martorell, estrenada en el Festival de Mérida de 1987, y los primeros episodios de El manuscrito encontrado en Zaragoza, según la novela episódica de Jan Potocki, que estrena en 1994 y dirige en 2002, con notable acogida de la crítica.

Entre su faceta narrativa y memorialística hay que destacar las novelas El viaje a Pantaélica (1994), La llama vestida de negro (1995), Granada de las mil noches (1995), Oceánida (1996) y Carne de murciélago (1998), así como su autobiografía Las cosas como fueron, que aparece en 2002.

En 1990 ingresó en la Real Academia Española, ocupando el sillón J. Ganó dos veces el Premio Nacional de Teatro, en 1980 y 1992. Ese mismo año se le otorgó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. En 2011 obtuvo el premio Valle-Inclán por la escritura y dirección de Tórtolas, crepúsculo y… telón.

NIEVA, SEGÚN JUAN CRUZ.

Hace unos meses Francisco Nieva debió de sentir el latido de las despedidas. Había vivido una vida intensa y extranjera, desde que dejó La Mancha, se instaló en el mundo y a este lo llamó París o Venecia. Recibió la puñalada dulce del surrealismo y convirtió su memoria en una colección impresionante de disfraces. Fue un hombre del postismo y también del realismo fantástico al que se aplicó como artista de la pintura, de la escenografía, de la decoración y del teatro. Después de Beckett y antes que Arrabal, fue capaz de imaginar la muerte y la vida como entes de similar vitalidad. Sus colores fueron ocres o disparatados, e incluso sus palabras tuvieron esas dimensiones fantásticas que provenían de una manera de ser: Nieva nunca se sintió conforme con nada, ni con su identidad ni con su pasado. Era un español extraño que al final de su vida, sin embargo, se buscó a sí mismo como si en sus padres, en sus abuelos, en sus tíos, encontrara los retratos en los que explicar sus dibujos.

Escribió diarios, llenos de sus propios dibujos, como si invocara la inspiración provocada por gatos enormes y risueños o perros como pájaros. Uno de esos diarios, envuelto en cuero oscuro como el pelo de plomo candente de alguno de sus personajes, se lo entregó a un amigo antes del verano. Era dadivoso, fantasioso o infantil, como un adulto que volara.

Uno de sus últimos caprichos fue fotografiarse en la cuna final de su vida, la calle Concepción Jerónima de Madrid, junto a su perro, al que hacia ladrar como si estuviera ensayando un diálogo cervantino con lo inexistente. La última vez que lo vi allí con su amigo José Pedreira, pintor, que le cuidó hasta el final sin descanso ni cicatería, Nieva estaba pensando, constantemente, en sus parientes, como si fueran parte de la obra de teatro de su vida. Tenía un sentido tan alto de la amistad que jamás hablaba de ella, era, simplemente, su gimnasia vital, la que lo convocó a ser querido por todos sin otra excepción que la que no se conoce: aquella que nunca dijo, porque el tampoco fue cicatero.

Escuché la noticia de su muerte en su tierra, La Mancha; hubo antes una premonición maldita: decíamos estos días que tendría que ser el Cervantes que no tuvo. De Cervantes hablábamos, de la pirueta carnavalesca del Quijote; Cervantes inventó, en esta tierra, la narrativa de un loco. A esa locura Francisco Nieva añadió centauros, carrozas de plomo candente, pájaros oscuros y gatos terribles. Cuando ya no podía esperar otra cosa que el adiós sintió que el reposo en esa casa barroca que fue su habitación inmensa en las últimas décadas de su vida tenía que tener también la asistencia de la amistad y la canción de un perro con el que quiso ser retratado.