- by Victor Iriarte Ruiz
- on 8th enero 2008
- in agenda teatral, Así nos luce el pelo, Libros
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ASÍ NOS LUCE EL PELO: A propósito de "Brundibar", "Las benévolas" y el exterminio nazi
Esta semana se puede ver en Pamplona Brundibár, la ópera para niños representada en 55 ocasiones en un campo de concentración nazi. Su autor, los músicos que la interpretaron y los niños que la cantaron murieron en su mayoría en 1944 en Auschwitz. Merecerá la pena que se acerquen a Baluarte a verla el viernes a las 19:30 horas o el sábado a las 12 horas (tienen más información en la entrada inmediatamente inferior).
Mientras, les recomiendo un libro que acaba de ser traducido al castellano. Se titula Las benévolas, es la primera novela de Jonathan Littell, norteamericano que escribe en francés y reside en Barcelona. Ha sido el premio Goncourt de 2007, ha vendido en Francia 600.000 ejemplares hasta noviembre y seguramente estará entre las novelas de la década.
Son las memorias ficticias de un miembro de las SS, Maximilian Aue, que ha sobrevivido a la guerra con nombre falso y relata su trabajo de exterminio en la URSS y luego en los campos de concentración. La obra es delirante y sobrecogedora, por la simplicidad con que se describe desde «ese lado» todo lo que ocurrió. El protagonista es un hombre culto, doctor en derecho, melómano, que realiza su trabajo con celo y meticulosidad y sus disgustos están relacionados con los inconvenientes que sufre para poder llevar a cabo su tarea o para superar las intrigas en que parecen ocuparse muchos de sus compañeros. Ni siente un odio especial hacia los judíos, gitanos o partisanos que masacra ni sufre por ellos. Hace su trabajo, cumple las órdenes y tira para adelante. No se arrepiente de nada, pero reflexiona sobre ello. Sus argumentos, basados en una lógica cartesiana, dan miedo y nos enfrentan a nosotros mismos. De ahí la profundidad y grandeza de esta obra.
Como literatura, Las benévolas es un texto magnífico. Está maravillosamente escrito, con un estilo sencillo y directo, claro y descriptivo, sin morbosidad. En muchos momentos es torrencial, volcando una catarata de datos, sucesos y diálogos que hace de la lectura de las cerca de 1.000 páginas una empresa fascinante. El autor mezcla la peripecia de este personaje inexistente y lo inserta entre personajes reales que sí fueron personas reales y tuvieron una participación conocida en los hechos que se narran, además de describir multitud de sucesos con extraordinaria precisión (la invasión de la URSS, el desastre de Stalingrado, la resistencia final de Berlín, etc).
Se puede encontrar en RBA y en Círculo de Lectores (en una edición con bastantes erratas, todo hay que decirlo).
Es un título absolutamente recomendable. Da una idea clara de los límites hasta donde puede descender la humanidad del ser humano. Entonces y ahora, pues lo he leído mientras se iniciaba un conato de limpieza étnica en Kenia, uno más, de los que se han sucedido en África en los últimos años.
Como ejemplo del estilo, he transcrito unos párrafos:
La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra, entre, por una parte, “las operaciones militares”, y, por otra, “las atrocidades”, al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria “justicia”; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos y lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje. No defiendo la Befehlnotstand, el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogado alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario.
(…)
Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal. El del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado “Eutanasis” o “T-4”, que se creó dos años antes que el programa “Solución final”. En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: “¿Culpable yo”. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la suerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempañe un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B.
(…)
Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen, y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores.
«Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también.»
Me parece despreciable y creo poder asegurar que por mucho que me encontrara en su situación, nunca haría algo así. Mis convicciones son demasiado fuertes como para responder a la violencia con violencia, por mucho que ésta vaya dirigida a mis seres más queridos.
Da miedo saber que hay gente tan fría que es capaz de hacer semejantes barbaridades y aún encima justificarse por ellas.
No creo que pueda leerme un libro así pero gracias por la recomendación.
Un saludo
William Montgomery Urday
EL ÁNGULO PSICO(PATO)LÓGICO
A Hitler se le ha procurado analizar desde diversos ángulos, pero aquí interesa particularmente el psicológico. Entre los psicólogos profesionales que se han dado el trabajo de sugerir interpretaciones sobre el caudillo austroalemán sobresalen Fromm (1985/1941) y Erikson (1948).
Cada uno de ellos, en su indagación psicoanalítica, realizó un profundo estudio de la obra semiautobiográfica de Hitler: Mi Lucha , basándose en aquella para sacar buena parte de sus conclusiones.
Erich Fromm especula en el Capítulo VI de su obra El Miedo a la Libertad (“Psicología del Nazismo”) sobre la hipótesis del sadomasoquismo como distintivo general de la personalidad del líder teutón y de sus principales seguidores. Hitler, afirma Fromm, odiaba a los débiles y amaba a los fuertes, y gozaba con el éxtasis de sentirse inmerso en una gran colectividad de autosacrificio y a la vez sojuzgarla. Esa tendencia signó, sin duda, su conducta personal y todo el carácter de su régimen político.
Erik Erikson, por su parte, hace un estudio que denomina psicohistórico acerca de la evolución personal llena de tensiones y conflictos y un ambiente especial que hicieron de Hitler un fanático racista y autoritario. En tal sentido analiza con largueza tanto las experiencias de la niñez hitleriana como las costumbres nacionales germánicas.
Las características de la crianza de la niñez alemana de aquellos tiempos le dan a Erikson la clave para entender cómo es que el ambiente familiar y cultural de fines del siglo XIX y principios del XX producía adolescentes con un desviado espíritu revolucionario, orientándolo hacia la suplantación de la autoridad paterna por un culto místico-romántico: el del exagerado nacionalismo. Por otro lado, el aspecto antijudaico lo atribuye a la envidia que —en aquellos tiempos de crisis agobiante—, inclinaba a los oprimidos alemanes arios a buscar “chivos expiatorios” de su situación en ciertos representantes de la clase capitalista.
Debo añadir que, a pesar de que en los años cuarenta en los círculos académicos y literarios eran muchas las tentaciones para endilgar marbetes psiquiátricos al Führer , ni Fromm ni Erikson cayeron en tal simplicidad. Por el contrario, los numerosos apuntes acerca de la psicología hitleriana hechos por muchos de sus historiadores y comentaristas (quienes carecen, como es natural, del talento especializado), suelen pecar de facilistas en sus calificativos acerca del estado patológico de Hitler.
El periodista americano John Gunther (1939/?), por ejemplo, parte del punto de vista de que “todos los dictadores son anormales; se trata de un hecho axiomático… la mayoría de los dictadores son profundamente neuróticos” (p 34). Incluso Vallejo-Nágera (1989), un defensor de juicios más moderados al respecto, cae en ese tipo de aseveraciones ingenuas calificando, sin más, de “loco” a Hitler.
La complejidad del asunto es mucho mayor, tal como lo nota el historiador alemán P. E. Schramm (1965/1963): Nunca se agota la cuenta si se trata de captar al hombre Hitler: su contacto con los niños y con los perros, su alegría ante las flores y las cosas cultivadas, su admiración por las mujeres hermosas, sus relaciones con la música… eran cosas auténticas; pero también era auténtica la tenacidad despiadada, implacable… con la que saltándose todas las consideraciones morales, aniquilaba a los adversarios de su poderío… Hitler, al variar guiado por la razón, por el humor y el oscuro impulso, era más enigmático de lo que lo haya sido ningún hombre en toda la historia alemana. (p. 48)
En la obra Carisma , Charles Lindholm (1992/1990) también dedica extensos comentarios psicológicos al fenómeno nazi y al carácter de su líder, expresando la dificultad de explicarlo mediante simplificaciones. Dice, entre otras cosas lo siguiente: Hitler era una figura proteica, febril y difícil de aprehender en quien apenas se disimulaban las contradicciones: aprobó legislaciones para asegurar la muerte indolora de las langostas de mar y era tierno con los niños y los animales, pero podía ser inhumanamente cruel o enfurecerse aterradoramente; su letargo alternaba con períodos de inmensa hiperactividad: era un aspirante a artista cuyos sueños de creación contrastaban con sus fantasías de aniquilación; un pragmático presa de ilusiones antojadizas; un soldado valeroso petrificado por sofocantes temores; un compañero encantador o absolutamente brutal; un hombre austero con hábitoslibertinos. (p. 147)
Todo ello, según Lindholm, llevaría a la conclusión de que se trata de una personalidad psicótica en el sentido psicoanalítico, si no fuera porque Hitler encontró en el servicio militar, en el nacionalismo y en el sentimiento de su propio destino providencial, la forma de controlar esos impulsos en público y conservar la coherencia, llegando únicamente a un estado limítrofe.
Pronto aprendió también a usar su talento oratorio de manera catártica y a “echar sus demonios internos hacia fuera”, contagiando de frenesí al público asistente a sus multitudinarios mítines. La singular exaltación que Hitler manifestaba en sus discursos es, aun ahora a través de la visión de documentales que lo reviven, fuente de asombro: por un lado se le considera una especie de “poseso” y “maníaco”, y por otro lado un “maestro”, incluso un “genio”, de la comunicación de masas. Pero, debido al estigma de locura que carga la figura del líder nazi, es mayor el impacto de las primeras calificaciones. Poco importa recordar que, en la época de la Europa de pre-guerras, el estilo oratorio de corte ampuloso y teatral era común entre los políticos y revolucionarios. Sin ir muy lejos, en su tiempo Mikjail Bakunin lo practicaba casi con la misma pasión y vivacidad que el Führer , sin que a nadie se le ocurriera decir que estaba loco por ello.
A propósito de esto último, algo que ha contribuido a cimentar la idea de un Hitler desquiciado antes de 1942 4 es el abundante conjunto de relatos que describen episodios de rabia incontenible en los cuales el líder nazi echaba “espumarajos”, “se le hinchaban las venas del cuello”, “golpeaba las paredes”, etc. (cosa que, por lo demás, recuerda a cualquier sargento instructor de reclutas en el ejército).
Al respecto, Bullock (1962/1952) señala que muchos de esos estallidos de cólera eran hábiles mascaradas, recursos calculados para hacer capitular a sus interlocutores molestos. Parecida estrategia era la usada por Napoleón .no tan estridente porque vivió en una época de trato mucho más ceremonioso., según se puede ver en la biografía que de él escribe Emil Ludwig. Lo cierto es que, contra la opinión general5, Hitler no limitaba su capacidad sugestiva a sus apariciones como tribuno. En realidad era un manipulador psicológico a tiempo completo de todos cuantos se cruzaran con él, sin importar su rango social o militar (véase Picker, 1965/?). Así lo pinta el talentoso arquitecto del Reich , Albert Speer (1976/1975), quien compartió largos períodos de trabajo con el líder alemán:
El no manipuló tan sólo el instrumento de las masas populares; fue también un psicólogo magistral frente al individuo. Adivinó los más secretos temores y esperanzas de cada interlocutor… [fue] un psicólogo como jamás me fuera dado conocer otro, y lo sigue siendo. Me imagino que, algún día, los historiadores lo considerarán únicamente grande en esa medida. (p. 190)
Evidentemente un “enfermo mental”, incapaz de pensar racionalmente según muchos quieren presentarlo, no tendría la frialdad y el autocontrol suficientes como para provocar con sus acciones semejantes comentarios. Hitler era claramente un psicópata en el sentido lato del término, que involucra tendencias obsesivas, histriónicas, narcisistas y hasta paranoides, pero no era un esquizofrénico.
Hace varios años el psiquiatra y criminólogo alemán Wolfgang de Boor hizo un minucioso estudio-peritaje post-mortem , en el cual concluyó que “se deben excluir en Hitler tanto trastornos psíquicos patológicos como locura o profundas perturbaciones mentales en el sentido que marca la ley” (véase la noticia del diario El Comercio de Lima-Perú, del 07/04/86; p. 19).
HITLER Y EL OCULTISMO
Algunos (Ribadeau, 1980/1975); Pennick, 1984/1981) consideran que la conducta de los fanáticos líderes nazis sólo tiene explicación en el marco de una cosmovisión ocultista. Basándose en fragmentarios indicios cuyo origen está en la cercanía que algunos de sus más cercanos colaboradores (Hess, Himmler) tuvieron con las llamadas “ciencias ocultas”, los partidarios de esta postura sostienen que el intento revolucionario de Hitler y sus asociados habría sido esencialmente mágico: la creación de una raza de superhombres con poderes psíquicos, capaces de dominar el universo y alcanzar la inmortalidad. Ello requería primero hacer una limpieza de lo “subhumano”, empezando por judíos y gitanos.
Desde la perspectiva ocultista, hay toda una serie de datos que se manejan para demostrar la inclinación de Hitler por lo esotérico.
Se dice, por ejemplo, que de niño le atraía la vida religiosa, conociendo las cruces gamadas (antiguo emblema de las razas del norte y símbolo de la luz) en el Monasterio de Lambach . A los doce años se familiarizó con la música de Wagner y con todo lo que eso significaba como información sobre los ancestrales mitos germánicos, fascinándole Wotan , el Dios de la posesión demoníaca.
Poco a poco se convirtió en una especie de “vidente” signado por el destino para “llevar a su
pueblo hacia la libertad”, y pasaba el tiempo en las bibliotecas leyendo libros sobre religiones orientales, yoga, ocultismo, hipnotismo y astrología. Según Ribadeau (1980/1975), un librero de Viena que era cultor del espiritismo hizo amistad con Hitler y le inició en “un ambiente de satanismo y perversión sexual” bajo el signo esvástico de una secta paramasónica.
En ella frecuentó a otros miembros y, a través de Rudolf Hess llegó a la Sociedad Thule 6, un cenáculo interesado en cultivar la vieja tradición germánica (incluyendo preservar la pureza de la sangre), donde también se perfilaban ideas sobre la antigua conexión sagrada entre la geografía y la política. Allí el futuro Mesías bebió de fuentes cosmológicas que cimentaron su mística creencia en la supremacía del germanismo, y en su propio papel como realizador de esa utopía.
En este ensayo sería imposible dar una relación completa de todas las afirmaciones hechas en esta línea por los partidarios de una explicación ocultista del fenómeno nazi. Como toda “teoría de la conspiración” mezcla verdades y mentiras, hechos comprobados e hipótesis plausibles al lado de rumores absurdos e ideas jaladas de los pelos7.
Si bien lo esotérico tiene un lugar dentro del desarrollo general del nazismo y de sus dirigentes, el hecho es que Hitler era cualquier cosa, menos un ingenuo. Probablemente en algún momento este Maestro del Engaño supo utilizar a manera de bluff en su beneficio —como hizo con todo lo que se cruzó por delante: individuos, acontecimientos, ideas— el “arma de propaganda” ocultista para impresionar a cierta gente y lograr ciertos objetivos, pero es dudoso que íntimamente se lo tomara en serio. Muchas veces se refirió con desdén hacia las creencias de su secretario Hess y en general hacia el ocultismo (véase Bullock, 1962/1952); y la mejor prueba objetiva de ello son sus propias órdenes en las cuales prohibió toda conferencia sobre astros, espiritismo, telepatía y clarividencia, así como todo anuncio de ellas en los diarios. En palabras de Schramm (1965/1963), “las supersticiones le eran totalmente extrañas” (p. 39). Posteriormente mandaría arrestar a más de cien astrólogos, mediums y videntes, y suspender la Sociedad Thule . Eso es lo real.