Esta semana se puede ver en Pamplona Brundibár, la ópera para niños representada en 55 ocasiones en un campo de concentración nazi. Su autor, los músicos que la interpretaron y los niños que la cantaron murieron en su mayoría en 1944 en Auschwitz. Merecerá la pena que se acerquen a Baluarte a verla el viernes a las 19:30 horas o el sábado a las 12 horas (tienen más información en la entrada inmediatamente inferior).

Mientras, les recomiendo un libro que acaba de ser traducido al castellano. Se titula Las benévolas, es la primera novela de Jonathan Littell, norteamericano que escribe en francés y reside en Barcelona. Ha sido el premio Goncourt de 2007, ha vendido en Francia 600.000 ejemplares hasta noviembre y seguramente estará entre las novelas de la década.

Son las memorias ficticias de un miembro de las SS, Maximilian Aue, que ha sobrevivido a la guerra con nombre falso y relata su trabajo de exterminio en la URSS y luego en los campos de concentración. La obra es delirante y sobrecogedora, por la simplicidad con que se describe desde «ese lado» todo lo que ocurrió. El protagonista es un hombre culto, doctor en derecho, melómano, que realiza su trabajo con celo y meticulosidad y sus disgustos están relacionados con los inconvenientes que sufre para poder llevar a cabo su tarea o para superar las intrigas en que parecen ocuparse muchos de sus compañeros. Ni siente un odio especial hacia los judíos, gitanos o partisanos que masacra ni sufre por ellos. Hace su trabajo, cumple las órdenes y tira para adelante. No se arrepiente de nada, pero reflexiona sobre ello. Sus argumentos, basados en una lógica cartesiana, dan miedo y nos enfrentan a nosotros mismos. De ahí la profundidad y grandeza de esta obra.

Como literatura, Las benévolas es un texto magnífico. Está maravillosamente escrito, con un estilo sencillo y directo, claro y descriptivo, sin morbosidad. En muchos momentos es torrencial, volcando una catarata de datos, sucesos y diálogos que hace de la lectura de las cerca de 1.000 páginas una empresa fascinante. El autor mezcla la peripecia de este personaje inexistente y lo inserta entre personajes reales que sí fueron personas reales y tuvieron una participación conocida en los hechos que se narran, además de describir multitud de sucesos con extraordinaria precisión (la invasión de la URSS, el desastre de Stalingrado, la resistencia final de Berlín, etc).

Se puede encontrar en RBA y en Círculo de Lectores (en una edición con bastantes erratas, todo hay que decirlo).

Es un título absolutamente recomendable. Da una idea clara de los límites hasta donde puede descender la humanidad del ser humano. Entonces y ahora, pues lo he leído mientras se iniciaba un conato de limpieza étnica en Kenia, uno más, de los que se han sucedido en África en los últimos años.

Como ejemplo del estilo, he transcrito unos párrafos:

La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra, entre, por una parte, “las operaciones militares”, y, por otra, “las atrocidades”, al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria “justicia”; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos y lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje. No defiendo la Befehlnotstand, el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogado alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario.

(…)

Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal. El del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado “Eutanasis” o “T-4”, que se creó dos años antes que el programa “Solución final”. En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: “¿Culpable yo”. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la suerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempañe un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B.

(…)

Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen, y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores.