No me hagas daño. Compañía: Tanttaka. Autor: Rafael Herrero. Dirección: Fernando Bernués. Intérpretes: Maiken Beitia, Alfonso Torregrosa, Olaia Gil, Sandra Ferrús, Isidoro Fernández. Lugar y fecha: Teatro Gayarre, 26/11/12.

Géneros y sexos

QUÉ difícil es escribir una obra de ficción sobre un tema que encontramos a diario en los media sin caer en el estereotipo, en el calco de esquemas o en otras trampas que hagan que los personajes parezcan recortes de papel de periódico en lugar de personas reales. Qué difícil valorar luego estas obras como productos literarios, abstrayéndose del sustrato de realidad que las originó. Especialmente si esta realidad es tan dura, tan trágica, tan dolorosa como la violencia contra las mujeres. Son géneros distintos, y hablo de géneros desde el punto de vista de la escritura: uno puede conmoverse por un detalle de una noticia, al imaginar el sufrimiento de la persona real que está detrás del relato de los hechos; pero en el teatro, y en la literatura en general, si las costuras de los personajes no están bien cosidas, si les vemos el relleno del artificio en algún punto, toda su credibilidad y nuestra capacidad de empatizar con ellos se tambalea.

¿Se les ve el relleno a los personajes de No me hagas daño? Bueno, se les ve más bien el armazón de puro esquemáticos. Encuentro que la obra tiene dos subtramas: una, la relación de Luisa con su marido Raúl, a la que asiste como testigo doliente la hija de ambos, Paula; y otra, que arranca a mitad de obra, en la que se muestra el peligroso vínculo entre Raúl y Charo, una inmigrante colombiana amiga de Paula. La primera parte tiene un aire casi de teatro documental. Es, por así decirlo, una especie de paradigma del maltrato: la revelación de la impostura del marido ideal, la agresividad verbal, la brutalidad física, las promesas de arrepentimiento y el bucle de perdón, amenazas y violencia. Real como la vida misma, sintético como la enumeración de síntomas de un síndrome. Hay escenas, además, que chirrían: la paliza que Raúl la da a Luisa ante su hija, justificándola como un juego podría producir un resultado excelente (y aterrador) si se desarrollara bien esta idea, pero, tal como está, produce la impresión de un trabajo a medias, descuidado ante la dificultad de mostrar verdadera violencia en escena.

Esta primera trama se agota mediada la obra, y comienza otra centrada en Raúl y Charo. Esta se va a vivir al piso del primero sin saber que es un maltratador. Y esta información que sí tiene el espectador hace que la obra, sin perder intención de denuncia, recobre algo de pulso narrativo. Cierto que el personaje de Raúl, que, a partir de aquí, deriva hacia la psicopatía de libro, tiene algunos rasgos que no terminan de casar con el de la otra subtrama. Subtrama que queda aparcada y sin desarrollo. Son casi como dos obras mezcladas, que se suspenden más que se terminan en un final abierto.

Por fortuna, casi todos los reparos enunciados se diluyen a la hora de valorar las interpretaciones, que son lo que verdaderamente salva a la obra. Maiken Beitia está francamente convincente en el papel de Luisa, la víctima de este drama. Su actuación consigue en varios momentos que dejemos a un lado la parquedad con la que se dibuja a Luisa y suframos con ella. Me gustó espejo en mano tratando de recuperar la autoestima perdida. También me agradó Alfonso Torregrosa en el papel de Raúl. Lleva bien las diferentes máscaras que le hacen ponerse a su personaje. Olaia Gil e Isidoro Fernández cumplen en unos papeles de relevancia más bien discreta. Y dejo para el final lo que para mí es lo mejor de la función: el buen trabajo que se marca Sandra Ferrús dando vida a la colombiana Charo, con una interpretación que desprende verdad en cualquier punto del carrusel de estados de ánimo por el que pasa su personaje, desde la despreocupación optimista hasta el terror puro.

Pedro Zabalza. Diario de Noticias.