Los 240 afortunados espectadores que habían adquirido entradas disfrutaron entre sorprendidos y admirados de las dos desconcertantes representaciones de Construyendo a Verónica, la obra de los valencianos de Bramant Teatre que ha sido finalista de los MAX de Teatro. 120 espectadores en cada función, sentados en grupos de 8 en torno a una mesa dentro del escenario, para presenciar cómo seis personajes se unían a ellos y les contaban cara a cara, a escasos centímetros y sucesivamente, aspectos de la desconocida protagonista, que había aparecido muerta en una playa.
Una obra de teatro rompedora, que utiliza recursos cinematográficos (el montaje, el primer plano, el vídeo) para atraer al público y que supone un esfuerzo extraordinario para las actrices, que deben repetir seis veces su representación y exponerse a las reacciones a veces sorprendentes del público.
Yo fui de los afortunados que vio dos representaciones (gris y roja), o sea, 12 monólogos en lugar de los 6 que vieron los espectadores, y me quedé con ganas de ver la tercera (azul, que no viajó a Pamplona por problemas de espacio).
La factura formal del espectáculo fue impecable. En la Teatrulia posterior (muy concurrida y animada), su creador, Jerónimo Cornelles, expuso que todo estaba muy pensado y medido: duración de los monólogos, «respiro» musical tras la cuarta interpretación, escenario, luz, diseño gráfico de las mesas, reparto, trabajo interpretativo de las tres directoras (una por color). Es cierto que los monólogos eran desiguales (algunos, excesivamente literarios, con frases que podemos leer con gusto pero que difícilmente pertenecen al lenguaje oral), y que había actrices y actores también con mayor o menor calidad, aunque el nivel general fue muy elevado. Todos salieron de las dos funciones con cara de satisfacción. Es lógico. Toda función teatral de calidad tiene algo de magia y hace sentirse al espectador un «privilegiado» por haber estado allí. Esta propuesta, por su singularidad, multiplica esta sensación.
Un teatro nada comercial, que llega a Pamplona gracias a que existe un teatro público que arriesga con propuestas de nivel, como las que se están exhibiendo en el Festival. Lo sorprendente es que muchos de los espectadores eran los habituales, los de siempre, los que no se pierden nada. Y no por «enterados». Llegaron igual de despistados que otros, porque no sabían bien lo que iban a ver ni la mecánica del espectáculo. Pero es que les gusta el teatro y van a todo.
Los que siempre se quejan, los que protestan de que sólo se programa teatro comercial, los que rehúyen algunas salas porque les parece una programación banal, los recolectores de excusas, no estaban. Ninguno. Muy significativo.