Crítica de Víctor Iriarte en Diario de Noticias de «Feelgood», con Fran Perea y Jorge Bosch, en el Teatro Gayarre
CRÍTICA TEATRO
Feelgood. Autor: Alistair Beaton. Producción: Entramados y Producciones Off. Intérpretes: Fran Perea, Javier Márquez, Ainhoa Santamaría, Jorge Bosch, Jorge Usón y Manuela Velasco. Dirección: Alberto Castrillo-Ferrer. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Sábado 12 de abril. Público: Casi lleno.
Sainete político
Prácticamente lleno el Teatro Gayarre de un público inhabitual, que acude al reclamo de un reparto en el que abundan rostros popularizados por la televisión. El mercado teatral español funciona así, no hay que darle más vueltas. A juzgar por los aplausos, parece que los espectadores disfrutaron, lo cual es estupendo, porque uno sale del teatro con la sensación de que, para una vez que se animan, es una pena que no se les haya dado algo más, para que repitan y vayan cogiendo el hábito.
Y digo esto porque Feelgood es un quiero y no puedo. Pretende ser una obra de teatro, pero tiene un armazón tan endeble que está montada como si fueran tres capítulos de teleserie, cada una de ellas con su pequeño conflicto interno, sin que los que se van añadiendo añadan complejidad a la trama y tensionen la obra hasta el desenlace final. De hecho, el autor no ha sabido rematar la obra y el final es de brocha gorda, con una proyección a modo de epílogo. Toda comedia (como todo chiste) debe tener un final inevitable pero a la vez imprevisible. Aquí no se cumplen ninguna de las dos condiciones.
El argumento: el equipo del primer ministro prepara en la habitación de un hotel el discurso de cierre de la convención anual del partido, la que abre el curso político, un acto de gran importancia en Gran Bretaña. El hotel está cercado por manifestantes, sin que ello influya en los problemas que se le van acumulando al jefe de gabinete, que intenta evitar que se filtre un escándalo que afecta al Gobierno.
Tiene la obra pretensiones de comedia sofisticada, pero no pasa de sainete y en varios momentos cae en la astracanada. Se usan materiales verídicos, pero tal y como están expuestos, carecen de verosimilitud. Es cierto que hace 35 años a agricultores franceses que hormonaban a sus vacas para que produjeran más leche les crecieron los pechos, pero suena a chiste vulgar el mismo efecto tal y como se expone aquí, con consumidores de cerveza con lúpulo transgénico. Hay también en el tercer acto un giro hacia lo serio que, tal y como está encajado y expuesto, desbarra hacia lo pedante y es cuando dos actores se ponen estupendos hablando de decencia en política y dignidad.
Todos los personajes son planos y eso resta interés a la obra. Como lo sabemos todo de ellos al primer legañazo, y además lo que nos cuentan de la trastienda de la política es de sobra conocido, sus parlamentos (especialmente en el primer acto) se hacen eternos. Fran Perea, el jefazo, y Jorge Bosch, el ministro de Agricultura metido en el lío de los transgénicos, son lo único destacable del reparto: el primero fija bien su papel de capullo sin escrúpulos y el segundo demuestra gran vis cómica como político que se sabe mediocre y corruptible: se nota su veteranía en cómo coloca los chistes con la palabra o el gesto. El resto del reparto muestra muchos menos recursos interpretativos. Sobre todo necesitaría más empaque Manuela Velasco, que da vida a la ex pareja de Fran Perea, una periodista que investiga el escándalo, y que aun siendo la antagonista sólo entra en escena en el segundo acto (en otro fallo garrafal de la dramaturgia). La dirección no buscó matices a cada personaje y fue torpe en las escenas de grupo, en general sucias y gritadas.
POR VÍCTOR IRIARTE. Publicado en Diario de Noticias el domingo 20 de abril de 2014.
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