«A los periodistas culturales les gustan mucho los adjetivos “transgresor” y “rompedor”. Pero las rupturas y transgresiones de las artes, comparadas con las del espectáculo político, se quedan en travesuras irrisorias. Para rompedores, George W. Bush y Tony Blair cuando arrastraron al mundo en 2003 al despeñadero de la guerra de Irak, o Silvio Berlusconi cuando trasladó a la vida política la desvergüenza máxima y la basura que ya había llevado con tanto éxito a la televisión, o los dirigentes de Polonia o de Hungría que agitan sin el menor escrúpulo las pasiones xenófobas y potencialmente genocidas durante tantos años disimuladas y latentes en sus países. Rompedor, de la Unión Europea, y de la convivencia en su país, es ese Boris Johnson que exhibe la risa turbia del cínico regocijándose en el desastre que él mismo ha colaborado a provocar. Y más rompedor que nadie, en lo político y en lo estético, en el descontrol de sus impulsos, de su peluca y de sus corbatas, es este Donald Trump que despierta una simpatía casi enternecedora en el sector más cavernoso del columnismo político español.

«Algo tienen en común todos estos personajes, aparte de las obsesiones capilares: su triunfo sigue siendo inverosímil aun después de que se haya impuesto su pavorosa realidad; y son tan inmunes al escarnio como a la parodia. Valle-Inclán concibió el esperpento como una respuesta de parodia y degradación estética al espectáculo degradado de la política y de la vida españolas de su tiempo. Pero el esperpento pierde su fuerza cuando el personaje o el espectáculo que quiere satirizar son más esperpénticos todavía. (…) La sátira, como el esperpento, o como las caricaturas gráficas del XIX, deriva su eficacia de la exageración. Pero no hay sátira posible cuando por mucho que el imitador se esfuerce nunca llegue, ni de lejos, a un grado de exageración tan extremo como el que despliega a cada momento el imitado. Lo quiera o no, el imitador impone límites a sus aspavientos, por miedo a no resultar creíble, a caer en lo grosero y lo panfletario. El imitado carece de ese escrúpulo, como de cualquier otro. Silvio Berlusconi y Donald Trump son inmunes al ridículo porque ellos mismos agotan en su comportamiento todas las posibilidades de la caricatura. Los dos deben su celebridad a la ostentación grosera del dinero y al risueño embrutecimiento público impartido por la televisión».

Antonio Muñoz Molina en Payasos terroríficos, publicado en Babelia-El país (6-2-2017)