Dirección musical: David Porcelijn. Director del ballet: Thierry Malandain. Programa: La Cenicienta, con música de Prokofiev y coreografía del propio Malandain. Programación: ciclo de al orquesta. Lugar y fecha: Sala principal de Baluarte. 25 de noviembre de 2013. Lleno.

Emocionante Malandain

PARA todo aficionado al ballet la gala fue especialmente emocionante, no sólo por la luminosa, bien vestida, mejor bailada y, a ratos, humorística mirada que el titular del ballet de Biarritz hace sobre el clásico cuento; sino por el planteamiento de la organización de la orquesta, al ofrecer, en su ciclo, una función de danza como se hace en los grandes teatros europeos: o sea, con una gran compañía y la orquesta en el foso, -con música en directo-. En unos tiempos en los que, en nuestro país, la danza está casi en la agonía, estas iniciativas son un empuje fundamental.

Malandain plantea una narración clara y fluida de la obra, sin problemas en su seguimiento, contraponiendo el mundo hortera -más que sofisticado- de madrastra y hermanastras, al mundo de humildad y pureza de la cenicienta que, por ello, se ve recompensada y rescatada de su grisura. No duda el coreógrafo francés en dotar a la madrastra y las hermanastras de una estética radicalmente opuesta a la delicadeza, a la sutileza, al buen gusto; y, como siempre ocurre es este coreógrafo -al que nunca falta el sentido del humor-, las hace masculinas, de movimientos bruscos, incluso con muletas. Por el contrario, todo lo que acontece alrededor de Cenicienta, desde la aparición del hada madrina hasta la aventura del zapato, está impregnado de luz, movimientos volátiles, elegantes, llenos de dulzura y, a la vez, con potentes elevaciones y pasos rotundos.

Parte su visión coreográfica de la base académica, con un neoclasicismo siempre enriquecido y contrastado con el ballet moderno -cojitranco, incluso, cuando le conviene-; y eso, con una continuidad sin rupturas, pero llena de detalles que impiden caer en la repetición o cursilería. Malandain tiene la ventaja de elaborar un lenguaje siempre personal a través de ese punto de ironía y, desde luego, del conocimiento coreútico; y no sólo -como en este caso- desde el extremo del esperpento -las hermanastras-, sino desde la originalidad y los hallazgos, como el espléndido pasaje del Gran Vals, donde «las señoras» son sustituidas por maniquíes, logrando unas escenas que, sin dejar de ser elegantes, y consiguiendo un efecto multiplicador, ponen la sonrisa en la cara del espectador, que disfruta del magnífico espectáculo de simetrías, ruedas y excelente manejo de los aparatos.

Tiene la obra sus protagonistas, claro, pero su desarrollo es muy coral; con el tiempo muy compartido en el escenario por las hadas, los demisolistas, el cuerpo de baile y, por supuesto, el príncipe y la cenicienta. Muy elegante y de importante porte resulta el hada madrina, y detalles de guiños al clásico hay en la subida a las puntas de alguna bailarina. La Cenicienta, sutil y etérea, culmina estupendamente las elevaciones tanto con todo el grupo como con el príncipe: es de agradecer que Malandain no renuncie al mandato de la música, en esos momentos tan culminantes y fundamentales del tutti orquestal de Prokofiev. La música eleva a la bailarina y, a al vez, eleva el corazón y la emoción de los espectadores. A propósito de emoción, ésta llega no sólo de esos momentos culminantes -incluidos los galop del príncipe, por ejemplo-, sino de detalles como la entrega del zapato a través del cuerpo de baile, del final. Es la libertad que tiene el coreógrafo para moverse en lo más complicado y en lo más sencillo; y a todo sacarle partido.

David Porcelijn, desde el podio del foso, hizo una labor estupenda. Ni un desajuste entre la música y los bailarines. Y la orquesta, con un sonido siempre muy lleno, envolvente y ocupando el escenario con el ballet. Algún oyente -que no le gusta salir de lo sinfónico, y poco aficionado al ballet- descubría la partitura en su natural estado. Un éxito.