Enrique VIII. Autor: William Shakespeare. Compañía: Fundación Siglo de Oro. Director: Ernesto Arias. Intérpretes: Fernando Gil, Elena Gonzalez, Jesús Fuente, Rodrigo Arribas, Alejandro Saá, Daniel Moreno, Óscar de la Fuente Bellido, Alejandra Mayo, Bruno Ciordia, Julio Hidalgo, Jesús Teyssiere, Sara Moraleda, Asier Tartás y Sergio Santos. Lugar y fecha: Escenario de La Cava (Olite). 26/07/12. Público: Tres cuartos de entrada.

El peso de la historia

NO sabría decir con certeza cuál es el tema en Enrique VIII: ¿las luchas políticas en la corte? ¿La futilidad de la gloria? ¿La soledad en la cima del poder? Tal vez todos. Es un relato pródigo en sucesos, pero el motor que los unifica y los dirige tiene una fuerza muy tenue. Quizá se deba al propio peso de la Historia, la que va con mayúscula. Cuando Shakespeare compuso la obra, una de las últimas que firmó, todavía no había pasado un siglo desde que habían tenido lugar los acontecimientos que describe. Puede que no hubiera mucho margen para adaptar sucesos o personajes a unos requisitos más dramáticos cuando el conocimiento de los hechos sería general. O tal vez no pudiera comprometerse en exceso la figura del padre de la recientemente fallecida, pero todavía respetada, reina Isabel. En cualquier caso, parece que hay un intento por ceñirse a la letra de la Historia (o a su versión aceptada), que Shakespeare subraya con el título alternativo que le puso a su texto: All is true, todo es verdad.

Será verdad, pero solo hasta cierto punto. Hasta el nacimiento de Isabel, cuya futura gloria se exalta, en contraste con la desgraciada Catalina. Shakespeare no va más allá. Tal vez por quedarse con un final álgido, tal vez por no poner al rey protagonista ante episodios más comprometedores, o tal vez porque no le convenga a él mismo profundizar en la querella entre católicos y protestantes. En cualquier caso, Catalina no es la única que cae: antes o después de ella van Buckinham, el cardenal Wolsey y casi el protestante Cranmer, que se salva por los pelos. Como señala Harold Bloom, el gran comentarista de Shakespeare, los personajes nos parecen más dignos, más interesantes, cuando caen que en sus momentos de gloria. Tal vez aquí se vea más la mano del gran creador de personajes que fue el dramaturgo inglés que en el resto de los sucesos que nos cuenta en el resto de la obra. Obra que, por cierto, se supone que escribió en colaboración con John Fletcher, pero cuya coautoría se suele obviar, como en este caso. Probablemente, también por el desequilibrio en el peso que la historia ha conferido a uno y a otro autor.

Cuando veo este montaje de la Fundación Siglo de Oro, compañía antes conocida como Rakatá, me da la sensación de que la Historia es también un peso que la puesta en escena arrastra penosamente. Lo digo sobre todo porque la mayor parte de las interpretaciones me resultan rígidas, acartonadas, y que solo en fugaces destellos percibo a los personajes que se encuentran tras ellas. Detrás del tonante Enrique VIII que nos presentan, veo solo el estereotipo de un rey iracundo, sin apenas algún relieve que me haga percibir algo de humanidad sobresaliendo de un retrato plano y monocromo. Tres cuartas partes de lo mismo me pasan con otros personajes, como el de Cranmer. Tal vez aquí haya menos material de donde extraer un personaje más ambivalente, pero algo más que gritar todos los parlamentos seguramente se podría haber hecho. Algunas escenas de Wolsey y de Catalina de Aragón están entre los pocos momentos en los que los personajes respiran y se libran del peso que el texto parece echarles encima. Creo que hay, además, un exceso de estatismo en las escenas, lo que contribuye a incrementar esa sensación. Aunque también es justo reconocer que en algún momento se percibe un intento por librarse de los modos más convencionales y proponer algo sugerente. No siempre se consigue: les falta elegancia a las escenas de danza; se necesitaría algo más de convicción para convertir el juicio de Cranmer en una escena más dinámica; y en la decapitación de Buckinham, tal vez sería mejor mostrarlo indirectamente que fiarse de un juego de prestidigitación no del todo airoso. Con todo, me parece un acierto el mover al final la escena del lamento de Catalina para simultanearla con la de la gloria de Isabel. Un contrapunto interesante que resulta un desenlace más interesante para el espectador actual que el del texto