«España, nación donde el plebeyismo y la zafiedad en sus sucesivas variantes (pensemos, a modo de ejemplo, en los programas actuales de televisión de mayor audiencia) han encontrado, incluso en las capas cultas de la sociedad, terreno propicio desde hace varios siglos. El ambiente populachero, de vulgaridad asumida, perjudica no menos el arraigo social de la formas artísticas de alto rumbo que a las personas privadas de conocerlas y disfrutarlas. Vocablos como intelectual, estilista, lírica, retórica, bellas letras, se han impregnado en la lengua española de nuestros días de connotaciones peyorativas. Se dijera, en conclusión, que un tío que escribe inspira más confianza que un literato«.

«La remuneración en dinero o en especie no significa que el escritor haya despachado la tarea con mérito ni que dicho mérito, de haber existido, sea cuantificable, aunque no falten en el gremio literario quienes crean que valen lo que se les paga. En rigor, no hay recompensa más digna que la de comprobar que no se ha trabajado en vano, que lo que uno hizo con perseverancia y esmero en su soledad laboriosa resulta útil, significativo, quizá deleitoso, para los demás. Esta expectativa no tiene por qué estar morbosamente ligada a la vanidad, reproche común allí donde los gustos populares, elevados a norma, toleran a regañadientes la excelencia. Al profano le sale más fácil admirar a quien emplea para fines estéticos instrumentos o materiales costosos cuyo manejo requiere, por añadidura, un arduo aprendizaje. Pienso en el caballete y los trebejos de pintar, en los mármoles del escultor, en el arpa, en la cámara cinematográfica. Sin embargo, ni el lector más cerrado de mollera duda en juzgar, tasar y aun corregir las obras de quienes se propusieron hacer arte con esa cosa vulgar, cotidiana y sin dueño que hasta los niños llevan a la boca: la palabra».

Fernando Aramburu en La literatura y los que la leen, Babelia-El País (8-10-2011)