MOMIX. Dirección: Moses Pendleton. Programa: Momix Forever: recopilación de espectáculos anteriores de la compañía y de nueva creación. Programación: Fundación Baluarte. Lugar: Sala principal de Baluarte. Fecha: 15 de noviembre de 2016. Público: casi lleno (36, 28, 18 euros, con rebajas).

Aquel deslumbramiento que la compañía Momix nos produjo en su primera actuación en el Gayarre (ya hace décadas), se ha apaciguado un poco, a medida que hemos seguido sus evoluciones. Y no porque hayan perdido poesía, imaginación, milimétrica medida del escenario, dominio de los instrumentos que alargan sus propios cuerpos, efectos visuales magníficos y capacidad, en fin, de sorpresa; sino porque han evolucionado hacia un minimalismo más o menos adornado, más o menos vestido de luces, cuyo resultado es, en unas ocasiones sumamente refinado, pero, en otras, algo simplón, por lo menos desde el punto de vista coreográfico. El espectáculo que nos ocupa quiere ser, en parte, un resumen de su extraordinaria andadura. Lo que ocurre es que, cada uno de los que hemos seguido este bellísimo y singular proyecto, seguro que tenemos nuestra propia selección de números. Por ejemplo, hay momentos más espectaculares de esa trayectoria que el elegido para el comienzo, o que el de los globos… Por otra parte, hay que señalar, también, que esta compañía ha sido tan imitada, que algunas cosas se dan por muy vistas.

De todos modos, la fiesta visual de Momix, para los que acceden por primera vez a ella, no se olvida, se queda con uno para siempre.

A las cualidades ya señaladas, Momix, sin llegar a los tecnocuerpos de Obermaier, por ejemplo, va incorporando la técnica de projection mappings sobre el cuerpo humano, donde vemos la disolución del cuerpo en un entorno tecnificado, y de cierta unión intrínseca del hombre con la tecnología. En este sentido, los números del papel o la incorporación de rayos luminosos (Paper Trails, Light Reigns) fueron magníficos.

Se mantienen con fortaleza los solos o pasos a dos acrobáticos y musculares: el dominio del cuerpo en una simple mesa; la evolución de la bailarina, con aparente dualidad, en el espejo; la escalofriante precisión y medida del espacio de los dos habitantes de la elipse, los increíbles giros perpetuos de Amanda Hulen, cuya rotación mantenía viva la enorme umbrela, etc. El cuerpo de baile, a su vez, refleja el sorpresivo transformismo que siempre ha caracterizado a Momix, en la magnífica Marigolds, donde se pasa de esponjas de mar a avestruces y de éstas a bailarinas flamencas -o lo que ustedes quieran-. También el vuelo excelso de aves de neón; o el muy bien traído homenaje a Loie Fuller (estos días en cartel en los Golem –La bailarina-).

De todos modos, a mi juicio, las cumbres de la velada se dan cuando la compañía baila con contundencia lo que suena. Cuando hay más ballet. Porque la música que sonó en casi todos los números podía ser esa, o la contraria; o sea una música de fondo, bastante impersonal, de ritmo más o menos machacón, que apenas influye en lo que pasa. Sin embargo el rotundo tango de pié varo, y la apoteosis bachiana de Brandenburgo, que fueron bailados -este último con un sentido del humor sublime- al imperio de la música, nos reconcilian con el gran ballet.