CRÍTICA TEATRO

OYMYAKONCompañía: Viviseccionados (Madrid). Dramaturgia y dirección: José Andrés López.  Interpretación: Sasha Slugina (Julieta), Carlos Gorbe (Mercurio) y José Andrés López (Romeo). Espacio escénico: Miguel Moreno. Iluminación, audiovisuales y fotografía: Virginia Rota. Lugar: La Cava del Castillo de Olite. Fecha: Miércoles 27  de julio. Público: 80 espectadores.

Más bochorno que frío

En una entrevista a este periódico publicada el miércoles, José Andrés López mostraba su disgusto y sorpresa ante el hecho de que su trabajo final de carrera en la Resad, Oymyakon, hubiese recibido un suspenso por parte de sus profesores. Yo, más que la evaluación, criticaría su capacitación como enseñantes, porque es realmente asombroso que tras cuatro años estudiando teatro a tiempo completo un alumno pueda ofrecer un resultado tan endeble a nivel dramatúrgico, coreográfico, interpretativo, de dirección, puesta en escena, iluminación y literario. Un trabajo que cae en varios momentos en la patochada, una propuesta de apariencia ni siquiera aficionada sino “colegial”, programada en el ciclo “Otros clásicos” y que desmerece la programación del Festival.

Se inspira en la segunda escena de Romeo y Julieta, el lamento de amor del protagonista por Rosalina, que ha decidido profesar en un convento, momento del que le ayuda a salir Mercurio cuando le cuela en la fiesta de los Capuletos y conoce a Julieta. Se ambienta en Siberia (es un decir, vistiendo uno de los personajes camisa hawaiana y tocando el ukelele y no la balalaika, que digo yo sería más propio), en Oymyakon, la localidad habitada que registra las temperaturas más bajas del planeta en invierno. El autor sitúa allí la acción porque dice que el desamor y la soledad casan bien con el frío. Hay que señalar que ese enclave supera así mismo los 40º en verano, pero no se juega con esa variante a pesar de que el espectáculo transmite mucho más bochorno que frío, y mira que el cierzo atizó de lo lindo durante la función.

Rosalina proyectada en un audiovisual da paso a Julieta, quien recita en ruso un texto mientras Romeo yace desnudo en una piscina con hielo. Cuando ella deja el escenario, éste baila una solo dejando una imagen ciertamente poética. Pero luego vuelve a escena vestido y dialoga con Mercurio y es abrir la boca y el montaje se hunde sin remedio. Son dos intérpretes sin recursos expresivos (especialmente el segundo), con problemas de proyección de voz incluso con micrófono, ningún dominio del cuerpo, que se mueven en escena como patos sin cabeza y berrean sus textos cuando tratan de darles intensidad. Hay escenas que asemejan las de un primer ensayo y otras parecen improvisadas, de tan deficientes y sucias como se resuelven ante el espectador. A los diez minutos el único interés es confirmar si lo que viene a continuación es todavía peor que lo acabado de presenciar, lo que se logra con una cadencia pasmosa. La escena de la pelea entre los amigos es teatralmente deplorable, la borrachera de agua de Lete, patética, y el encuentro amoroso por el suelo revolcándose los amantes, propio de lucha grecorromana.

Los textos son punto y aparte. Erizan el vello. Presuntamente líricos y con mensaje, suenan huecos y pretenciosos, como de adolescente treceañero con ínfulas. Dialogados o monologados quedan cursis, puro cartón, denterosos como el corcho blanco de las cajas diseminadas por el escenario. Se siente un poco de vergüenza ajena escuchando cosas así: “yo no creo en las heridas curadas”, “quiero coser todas las bocas y erradicar la mentira”, “el clamor de los que hemos vencido la falacia”, “voy a destruir el verbo olvidar”, “nos han fusilado los sentimientos”, “quiero ser una certeza y dejar de ser este cobarde de mierda”… En un momento dado, Romeo baja al patio de butacas (porque este montaje acumula todas las ocurrencias que se antojan modernas, también la disociación actor-personaje) y dialoga con una espectadora de sonrisa “somnífera”. Y le confiesa que le gustan las personas que, cuando ríen, se les “levanta la encía”, aunque suponemos que quería decir el labio, porque visto lo visto, tampoco le presuponemos conocimientos de estomatología.

El momento más esclarecedor de la puesta en escena, siempre mal iluminada y con los actores fuera de foco por no saber colocarse, es cuando Mercurio entrega un bate de béisbol a Romeo para que se desahogue golpeando la piscina de hielos y destrozando el corcho blanco. Y se confirma en los monólogos finales de contenido sexual de Mercurio y Romeo, que quieren ser procaces pero quedan impostados. Porque es cuando te das cuenta de dónde viene la cosa. José Andrés López trata de emular trabajos de Rodrigo García o Angélica Lidell –los grandes iconoclastas de la escena española, renovadores totales y provocadores natos– sin disponer de ninguna de sus habilidades. Seguimos pagando peajes de mal copista, porque los creadores citados tienen un bagaje intelectual y teatral desbordante, un discurso perfectamente tramado, recursos actorales y dramatúrgicos y una estética poderosa y coherente, te gusten más o menos sus propuestas. Aquí es como comparar la complejidad de la arquitectura del Castillo de Olite con la de la caseta con baño portátil colocada a la entrada. Sí es reseñable, y queda anotado, el impudor de estos creadores exhibiendo sus carencias y lo fácil que, todavía a estas alturas, siguen colando pamemas si vienen envueltas en verborrea vanguardista.

Lo bueno es que, a partir de ahora, el Festival ya sólo puede ir a mejor. El fin de semana más potente de esta edición promete dos momentos contundentes que no hay que perderse: Ricardo III el viernes y Cervantina, de Ron La La, el sábado. Apuesto cualquier cosa a que serán dos enmiendas a la totalidad.

POR Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias el viernes 29 de julio de 2016.