Alfredo Alcón, uno de los actores más prodigiosos en un país de excelentes actores, murió el miércoles de Buenos Aires a los 84 años. Se encontraba convaleciente en su casa tras pasar tres meses internado en un hospital a causa de una infección de intestinos. Solo se precisaba verlo un segundo en escena para darse cuenta de lo que significaba Alfredo Alcón en su país. Nada más aparecer el público comenzaba a aplaudir. No murió sobre un escenario pero apuró hasta el año pasado. En sus dos últimas obras actuó siempre sentado.

Hace dos años representó en la porteña calle Corrientes Filosofía de vida, del mexicano Juan Villoro. Y el año pasado, en la acera de enfrente de la misma calle, protagonizó y dirigió Final de partida, de Samuel Beckett. En este caso, él sentado en el centro de un escenario en penumbras iba viendo llegar a todos los espectadores. Hasta que se apagaban todas las luces, se iluminaba de forma tenue el escenario y decía aquello de: “Ahora me toca a mí (…). ¿Puede existir miseria más grande que la mía? En otras épocas… ¿Pero hoy? (…). Más crecemos más satisfechos estamos. Y más vacíos”. Alcón comentaba, en una entrevista con La Nación, que estaba enamorado de esa obra que había representado 23 años antes: “Comienzo a leer las primeras palabras: ‘Ahora me toca a mí’ y no puedo dejar de seguirla, me mete en unos laberintos que no sé a dónde me llevan, remueve mi interior, me saca de la butaca en la que estoy sentado, me hace creer que el teatro tiene el poder de despertar conciencia”.

La profundidad que sabía imprimir a cada palabra lo convirtió en uno de los mejores intérpretes de William Shakespeare. Representó dos veces El rey Lear, obra por la que también se sentía fascinado. “Las grandes obras no tienen límites”, afirmaba en una entrevista de hace tres añosen El Intransigente, “están más vivas que nosotros. Dentro de 500 años nadie se va a acordar ni de vos, ni de mí. En cambio Rey Lear va a seguir siendo interpretada”. Ahí le preguntan:

-En un momento de la obra, uno de los personajes le dice al rey: ‘No deberías haber envejecido antes de ser sabio’, ¿qué le parece esa afirmación?

Y Alcón contesta:

-(…) No te creas los cuentos que dicen que viviendo se alcanza la sabiduría. Uno conoce gente que tiene 40, 50 o 60 años, se pregunta para qué vivió, si cada vez está más encerrado en sus cuatro ideas, si no pudo ver que se puede vivir de otra manera, o pensar de otra forma. Yo he conocido viejos muy tontos y gente joven con una lucidez increíble. Además, decir «el viejo es sabio», «los negros son pasionales», son estupideces. La generalización es el lenguaje de los tontos, es una facilidad que nos hace creer que sabemos algo. Cuidémonos de las frases hechas y las tarjetas postales. Uno no siempre termina su vida alcanzando la sabiduría, yendo al cielo y encontrándose con su madre. Esas son cosas a lo sumo muy bonitas pero son cursilerías en las que yo no puedo creer. Por suerte la vida escapa a las recetas, por eso es tan impresionante el hecho de darte cuenta de que estás vivo.

Nació en Buenos Aires en 1930, como hijo único de una madre que se quedó muy pronto viuda. “Yo envidio a la gente que ha tenido hermanos”, confesaba en una entrevista al diario Clarín. “Quien los tiene sabe que una persona lo puede querer y querer a otro con la misma intensidad y que lo que hay se reparte. Al hijo único le cuesta entender eso porque está formado en el privilegio. Ya la palabra único es jodida”. Su abuela paterna era andaluza de Cádiz y la materna era de Castilla. De ellas heredó el acento que le permitió representar en España Eduardo II (SE VIO EN EL FESTIVAL DE OLITE), Don Álvaro o la fuerza del sino o El Público y Yerma, de Lorca. Intervino en más de 40 obras de teatro y unas 50 películas, además de varias telenovelas. Entre sus películas destacan Un guapo del 900Martín FierroEl santo de la espadaLos siete locos –Oso de Plata en la Berlinale de 1973-, Boquitas pintadas y El pibe Cabeza. Durante la dictadura (1976-1983) su nombre estuvo en la listas negras de los militares, sólo por representar La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Aquello le valió para que le acusaran de difundir ideas judeo-marxistas.

En una entrevista concedida a este periódico hace cinco años, mientras representaba precisamente El rey Lear, en Madrid, en versión de Juan Mayorga, decía que el tiempo estropea a un actor. “La experiencia sirve para muy poco. Vales lo que haces ahora. Y en teatro más. ¿qué sabes tú cómo te va a salir la función de hoy, aunque la de ayer haya sido espectacular?”. Tuvo la suerte de vivir en un país donde se mima a los actores. “En Argentina”, confesaba a este diario, “ya seas el malo o el bueno, no te cobran los taxis, muchas veces te invitan en los restaurantes. Me lo dijo un actor español: ‘Sois mejores actores porque la gente os mira con afecto, y el afecto hace crecer”. Vivió rodeado de afecto.

PUBLICADO EN EL PAÍS.

Un príncipe del escenario, por Lluis Pascual

Un crítico teatral inglés escribió un día con mucha justeza que no se podía interpretar del mismo modo si uno se llamaba Laurence Olivier que si uno respondía al nombre de John Gielgud o de Richard Burton o Marlon Brando. Alfredo Alcón estuvo siempre a la altura de lo que nos puede hacer soñar su nombre. A mí me hizo soñar cuando no le conocía y una amiga pronunció ese nombre y me dijo que el actor que yo andaba buscando era él. Y siguió alimentando mi sueño desde el primer día que le conocí. Y alimentó el sueño de todos y cada uno de los espectadores que le vieron en el cine, en la televisión, y sobre todo en el teatro, y se sobrecogieron, como lo hice yo desde el primer encuentro, ante un gigante del arte de la interpretación.

Los actores son como poetas que escribieran sobre la arena al borde del mar: basta la llegada de la próxima ola para que no quede ni una huella, como al final de una función de teatro, pero pienso que Alfredo rompe esa regla, porque Alfredo, como todos los pocos verdaderamente grandes, sí dejaba huella. Nadie puede olvidar una interpretación de Alfredo, porque quedaba impresa para siempre en algún lugar del espíritu. Yo he podido ver en Buenos Aires, ciudad apasionada de verdad por el teatro y por sus actores, cómo después de una función una mujer con un bebé en los brazos se acercó a Alfredo para que este le impusiera las manos creyendo que así el niño sería afortunado; o anunciar una lectura de los sonetos de Lorca en la Biblioteca Nacional para quinientas personas y que acudieran treinta y cinco mil. Alfredo era admirado, amado, respetado y venerado por todos los que acudían a verle, e incluso para aquellos que no le habían visto nunca. Y lo era en la misma medida, o tal vez más, para todos los que hicimos teatro con él. Nunca he visto a tantos actores entre cajas, día tras día, para ver ensayar a Alfredo o mirarle mientras hacía la función, conscientes de que estaban al mismo tiempo ante una gran lección y un gran regalo.

Yo fui —los dos fuimos— muy felices juntos preparando y llevando a cabo aventuras maravillosas durante años. Hace muy pocos días me dijiste, Alfredo (y eras un actor tan grande que nunca sabré si fingías o no), que vendrías enseguida a España para hacer un Casanova que teníamos pendiente… pero no va a poder ser.

Con Alfredo Alcón se va una parte muy grande de mi vida. En este momento los recuerdos se me amontonan gozosa y dolorosamente y desfilan el rey Eduardo II de Inglaterra, Los caminos de Federico, el director de El público, Haciendo Lorca, tu Próspero de La tempestad, Edipo… Alfredo en una salita del María Guerrero leyéndonos a Piru Navarro y a mí, conmovidos, la traducción de Eduardo II que Gil de Biedma nos iba mandando poco a poco; a él y a Nuria Espert abrazados para hacer la más bella escena del bosque de Bodas de sangre que nadie pueda ni siquiera imaginar…; y desfila su amistad y su risa y su voz, con tantos registros, que podía expresar una gama de sentimientos inalcanzable para casi todos los intérpretes; y desfila sobre todo Alfredo encarnando los personajes y los versos de Federico, a quién prestaba toda su carne y toda su sangre, y también toda su inteligencia, que era grande («Yo creo que a un actor le pagan por pensar», le gustaba decir) atravesando la frontera de las lenguas para ir directo al corazón de los espectadores de Madrid, de Barcelona, de Aviñón, de París, de Venecia, de Moscú…

La memoria me devuelve la cara de sorpresa y de absoluta devoción de Giorgio Strehler en el Piccolo de Milán cuando vio ensayar a Alfredo y le pareció que estaba ante la zarza ardiendo sin consumirse de la Biblia; porque fuego era Alfredo siempre, siempre, en cada ensayo y en cada función: el arte del actor desbordaba en él como la lava de un volcán y su espíritu volaba muy alto, tan alto y con tanto poderío y delicadeza como el Alcón de su nombre. Y también siempre, siempre, te llevaba de la mano para que te pudieses elevar con él hasta esa altura. Me acuerdo de todo eso y se me diluyen dentro de lo que creo que es mi alma triste, las fronteras del tiempo y del espacio y puedo imaginar que el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías que Alfredo dijo tantas y tan extraordinarias veces no se ha escrito hasta ahora, porque Ignacio no fue a la Plaza ese día y a Federico no lo mató nadie, y que cuando dice «aire de Roma andaluza / le doraba la cabeza/donde su risa era un nardo / de sal y de inteligencia» está hablando de Alfredo Alcón y cuando más tarde añade «que gran serrano en la sierra / que blando con las espigas / qué duro con las espuelas / que tierno con el rocío / que deslumbrante en la feria / que tremendo con las últimas banderillas de tinieblas» se lo dice a él, agradecido, por las veces que hizo volar sus palabras hasta nosotros, y porque detrás del gran artista hubo, si cabe, un hombre más grande aún.

Yo pido estas palabras prestadas al poeta porque no encuentro las mías para darle las gracias en mi nombre, en el de todos sus compañeros y en el de tantos ciudadanos a quienes hizo tanto bien cada vez que se subió a un escenario. Ha muerto un príncipe del arte del actor, ha muerto Alfredo Alcón. ¡Viva el Teatro!

Lluís Pasqual es director de teatro.