- by Victor Iriarte Ruiz
- on 3rd noviembre 2009
- in In Memoriam
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In Memoriam: José Luis López Vázquez, actor (1922-2009)
Fue durante décadas el rostro de lo que se llamaba «el españolito medio», ese hombre desbordado por la vida o por una sueca despampanante. José Luis López Vázquez pertenecía a esa casta de actores atípicos cuya sola presencia evocaba todo un mundo de frustraciones, miserias y también esperanzas. Lo abarcó todo y, trascendió su máscara de hombre bajito, calvo y con bigote para convertirse en uno de los mejores tragicómicos de la historia del cine español. José Luis López Vázquez falleció ayer, lunes 2 de noviembre, en su domicilio de Madrid a los 87 años. Con más de 250 películas a sus espaldas, su filmografía y su figura forman parte de nuestro patrimonio nacional. La capilla ardiente será instalada en el Teatro María Guerrero hoy martes a partir de las 15 horas.
Nacido en Madrid en 1922, vivió una infancia mísera que le marcó de por vida. Le hizo fatalista y también desconfiado. «Fui un niño muy desarraigado», aseguró una vez. «Mi padre se largó de casa cuando yo apenas tenía uso de razón. Me crié con mi madre, que ganaba tres pesetas al día, con mi abuelo y con un tío soltero. Vivíamos en una indigencia espantosa, pero no conocí el resentimiento. Era un niño muy independiente».
Dejó los estudios en el bachillerato para buscarse la vida como mecanógrafo. Poco después empezó a dedicarse a la que fue su primera vocación: la pintura. Se ganó la vida como figurinista de escenarios y así empezó su contacto con el teatro. Eran ya los años cuarenta cuando empezó a combinar sus trabajos como dibujante y cartelista con los de actor en la compañía del teatro María Guerrero. Como ocurre en las películas, tuvo su primera oportunidad sobre un escenario gracias a un contratiempo. Cubrió una vacante, un papel de periodista que, según él mismo recordaba, provocaba grandes risas en el patio de butacas. «Fernando Rey, Paco Rabal y Manolo Alexandre interrumpían su tertulia en el Gijón sólo para ir a verme», solía recordar.
Desde que en 1957 rodó Los jueves, milagro, de Berlanga y, sobre todo, un año después, El pisito, de Marco Ferreri, su popularidad no cesó. Consciente de los límites de su físico («Era una persona insignificante, y lo sigo siendo, mínimo») supo convertirlos en virtud. En su filmografía se encuentra gran parte de lo mejor del cine español. Trabajó en El cochecito, Plácido, El verdugo (tanto Azcona como Berlanga pensaron en él para el papel protagonista pero la productora italiana impuso a Nino Manfredi); en La prima Angélica y Peppermint frappé (Saura) o Atraco a las tres (Forqué).
Hasta Hollywood (y pese a ese nombre tan de antiestrella) intentó incluirle en su nómina de actores. En 1972 (el mismo año de la célebre y aterradora La cabina de Antonio Mercero) aquel hombre canijo y miope rodaba para George Cukor Viajes con mi tía. «A Cukor se le caía la baba, tengo entendido que cuando Dustin Hoffman hizo Tootsie dijo en alguna ocasión que le había inspirado López Vázquez en Mi querida señorita«, recordó ayer Concha Velasco.
En 2005 recibió el Goya honorífico a toda su carrera. El encargado de entregarle el galardón fue José Sacristán, actor heredero de esa estirpe de españolitos que hoy parece aún más huérfana. «Era un referente, como lo fue Fernán-Gómez, como los grandes. Su amplitud de registros era inimaginable», decía ayer Sacristán. «Le pasaba lo mejor que le puede pasar a un actor: la cámara siempre se interesaba por lo que le pasaba. Era un gran actor cómico, y dramático, pero sobre todo transmitía como nadie algo inquietante. Mi querida señorita, El bosque del lobo… allí estaba ese lado tenebroso y perverso. Pero luego estaba ese padrino de La gran familia, con toda su ternura».
Todos sus colegas coinciden en que era un actor de técnica prodigiosa, y en que esa técnica tenía mucho de misterio, de algo que nació con él y muere con él. Cuando a López Vázquez le preguntaban por su método no tenía respuesta. Se limitaba a decir que sólo era un perfeccionista, un esclavo de un orden incierto.
No tuvo hijos con su primera mujer, la actriz Ana María Ventura. De la relación con su segunda compañera, Catherine Magerus, nacieron José Luis y Virginia, fallecida en 1994. Y con la periodista Flor Aguilar tuvo dos hijas. En los últimos años, y sobre todo en los últimos meses, compartió su vida con la actriz Carmen de la Maza. La última película que rodó fue ¿Y tú quién eres?, de Mercero. Álvaro de Luna fue entonces uno de sus compañeros de reparto: «Inventó un personaje que no era el que estaba escrito. Era un actor de tripas pero su precisión era sorprendente. Componía los personajes hasta en los mínimos detalles, en su forma de andar, de ponerse la chaqueta… Se pueden contar con los dedos de una mano los que son capaces de eso».
Artículo de E. Fernández Santos y Rosana Torres (El País, 3-11-09)
Las dos vidas teatrales de JLLV
No tuve suerte con López Vázquez. Hablo de teatro: no le vi en lo que me hubiera gustado ver, en su gran época de comedia. Entre 1957 y 1967: la década que va desde su entrada en la compañía de Alberto Closas y su abandono del género tras Amooor (Luv), de Murray Schisgal. Closas le convirtió en su mejor partner cómico: lo dicen las crónicas y lo vocean las películas que adaptaron algunas de aquellas obras. Me hubiera encantado verle en De acuerdo, Susana, de Carlos Llopis, en la «trilogía diplomática» de Calvo Sotelo (Una muchachita de Valladolid, Cartas credenciales, Operación Embajada), en Buenas noches, Bettina, el musical de Garinei y Giovaninni y, sobre todo, en Blas, el vodevil de Magnier que en París lanzó a Louis de Funès. Y en Los Palomos, de Paso, en 1964, mano a mano con Gracita Morales. López Vázquez tenía que ser una auténtica turbina cómica en aquellas funciones. Hasta que en 1967 se despide de la comedia con Amoor, dirigida por José Luis Alonso, que en Broadway había estrenado Jack Lemmon. ¿Qué pasa en 1967? Pasa, a mi juicio, que López Vázquez estrena Peppermint frappé, de Saura. Todos los listos proclaman, a coro: «¡Teníamos a un trágico y no lo sabíamos! ¡Qué enorme tristeza hay en su mirada! ¡Y qué silencios!». Al parecer, los listos no le habían visto en El pisito, para poner sólo un ejemplo.
Mi teoría es que cuando un actor deja la comedia es porque le han dicho que es un gran actor dramático. No la dejó en cine, donde alternó, como la mayoría de actores españoles, todo lo que le echaran, cómico y dramático, pero cuando volvió a las tablas no volvió a «sacar» su imparable turbina farsesca ni por casualidad.
En mi recuerdo, estuvo estupendo como el psiquiatra de Equus, de Peter Schaffer, en 1975, y como el cura conservador de ¡Vade retro!, de Fermín Cabal, enfrentado a Ovidi Montllor, en 1982. Mucho mejor, para mi gusto, que como el sobreactuado Willy Loman de La muerte de un viajante dirigida por Tamayo en 1985, que pasa por ser su mejor trabajo. Las funciones que eligió (o le propusieron) después eran lo que suele llamarse «comedias dramáticas» muy educadas, muy convencionales: El manifiesto, de Brian Clark (1987), con Julia Gutiérrez Caba, o Separados, de Tom Kempinski, con Ana Marzoa, ambas en el Marquina, que volvió a convertirse en su feudo. O quizá la más cómica de todas, Cena para dos, de Santiago Moncada, un exitazo que estrenó en 1991 y repuso varias veces, a las órdenes de Ángel García Moreno. En sus últimos años se arriesgó con The sunshine boys, obra amarga de Neil Simon, horriblemente retitulada Un par de chiflados, en 1997, junto a Pedro Peña y a las órdenes de Ricard Reguant; con César y Cleopatra, junto a Maruchi León, un Bernard Shaw adaptado por Martínez Mediero y dirigido en Mérida por Paco Suárez, y en un breve papel en La raya del pelo de William Holden, de Sanchis Sinisterra, con Ana Torrent y Manuel Galiana, en el Arlequín. Volvió a lo seguro, a Cena para dos (2002/2004), con Carmen de la Maza en el rol que estrenó Irene Gutiérrez Caba, y se despidió con un leve divertimento, Tres hombres y un destino, trenzado por Lorente, Asorey y Galán y dirigido por Esteve Ferrer, donde compartió tablas con Manuel Alexandre y Agustín González. Todavía me sigo preguntando porqué nadie le ofreció un Jardiel, un Mihura, un Feydeau. O por qué no le apeteció hacerlos.
Marcos Ordóñez en El País (2-11-09)
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