La voz de José María Rodríguez Méndez, una de las más contundentes y críticas del teatro español contemporáneo, se ha apagado en Aranjuez, Madrid, ciudad en la que nació en 1925.

El periodista, novelista, ensayista y dramaturgo tuvo un curioso primer contacto con el mundo de la escena cuando siendo pequeño asistió al incendio de teatro que ardió muy cerca de su casa: «Este recuerdo de fuego y teatro me marcó indudablemente. El teatro fue para mí, desde entonces, algo terrible, grandioso, feroz», señalaba el dramaturgo quien se crió en el centro de Madrid, aunque también vivió largas temporadas en Barcelona, Buenos Aires y otras ciudades.

Del Madrid de su infancia llegó a escribir: «Hasta que me muera conservaré en los oídos aquella algarabía de zoco, aquellas voces, aquellos pregones lanzados por las verduleras desde la mañana a la noche… Palmas acompañando el baile, insultos feroces en tremendas peleas. Lenguaje castellano y sonoro, hermosamente barriobajero. Redaño puro de la Castilla indómita y guerrera, centrada modestamente en aquella calle de la Ruda de mis años primeros», decía en la revista Primer Acto, en 1974. El fundador y director de esta publicación, José Monleón, uno de los grandes especialistas teatrales de nuestro país, además de fundador y presidente del Instituto Internacional del Mediterráneo, se muestra consternado con la desaparición de su amigo: «Su personalidad surgió en una época en la que por un lado había un teatro derechoso y conservador y frente a él un teatro crítico; pero el de Josè María era el teatro clásico de un charnego; era el teatro de la soledad, sin sitio, y todos sus grandes personajes siempre eran el hombre sin lugar, sin espacio, algo que representaba una parte fundamental de la España de la época».

Monleón dice también, recordando al dramaturgo desparecido: «Aquí antes había unos vencedores y unos administradores de la victoria, y otros se reivindicaban herederos de los derrotados; en cambio, él expresaba muy bien la España del muchacho desheredado, nunca estuvo integrado a ningún grupo y su teatro tiene la expresión de la soledad, de una España que ha estado siempre sola, y le hemos querido y queremos porque expresó la parte de una España que ni tuvo refugio ideológico, ni político, por eso es el gran heredero de la tragicomedia española».

En la edición especial que preparó para la Sociedad General de Autores y Editores el productor Robert Muro, cuando el dramaturgo recibió un cálido homenaje, Michael Thompson contó como en el furioso librito publicado en 1993, Los despojos del teatro, expresa contundentemente y con tono apocalíptico su cinismo e inconformismo ante los fastos de 1992, la evolución de la democracia, el crecimiento del teatro subvencionado y la irremediable incultura de todo el establishment político y teatral del posfranquismo:

«Yo ahora acuso a esos llamados ‘socialistas’ de la destrucción del teatro español […] y del genocidio cultural que han ido cometiendo a través de los años. Pero también es verdad que cualquier obra destructiva […] no es fácil de llevar a cabo sin eficaces colaboradores. Y ha habido grandes colaboradores en la destrucción del teatro español. […] Hagamos llover fuego sobre tanto malvado, sobre tanto mediocre. Impetremos, sí, de los poderes celestiales, el diluvio que los ahogue. Si creemos en la palabra divina. Si creemos en la letra, en el verbo, no nos callemos. Acusemos, señalemos con el dedo, azotemos el rostro de los culpables. Es nuestra obligación. Podemos tirar la primera piedra, porque afortunadamente nos dejaron al margen del necrofágico festín y para mirar al futuro con la cabeza alta debemos acusar y acusamos»

La Asociación de Autores de Teatro de España, de la que fue presidente, publicó una edición de sus obras escogidas en la que se ponía de relieve la importancia de Rodríguez Méndez en el teatro contemporáneo. El actual presidente de esta asociación, Jesús Campos, comenta que ha sido un autor fuertemente anclado en la tradición escénica española, desde la que experimentaba y expresa su inquietud por la sociedad española, y especialmente catalana y madrileña: «Era un autor muy apegado al territorio y su obra estaba muy fusionada con el paisaje urbano, como se puede comprobar en Flor de Otoño, que recorre el paisaje catalán y Bodas que fueron famosas… el madrileño»

Por su parte Rodríguez Méndez dijo que su teatro se refería siempre a la sociedad española: «Si a mí me ha tocado vivir una época conflictiva y dura de la historia de mi pueblo, forzosamente tengo que expresarme a través de ese pueblo, que ha pasado por furiosos desarraigos, desilusiones, frustraciones y esperanzas hasta conseguir mantenerse en pie y conservar cierta ingenuidad y ternura».

Esto entronca directamente con lo que expresó a la hora de confesar que le hizo inclinarse por el teatro: «Ir a la Gran Vía, convertida prácticamente en escombros, es jugarse la vida. Pero yo me la juego por el teatro. […] Me acuerdo perfectamente de casi todo: las vicetiples vestidas de diablesas evolucionando indiferentes ante el furor de los combatientes, que les dicen atrocidades. […] ¿Quién se acordaba de la guerra, de los bombardeos, del hambre y del terror en aquellos momentos? Entonces fue cuando decidí totalmente dedicarme al teatro».

Fue una decisión que quizá le llenó de sinsabores, pero de la que nunca se arrepintió: «Convencido de las dificultades que me rodeaban por todas partes y resignado ya a dedicar mi vida a las letras, me impuse la dura tarea de seguir escribiendo contra viento y marea y frente a todas las prohibiciones y dificultades. Escribí en mis particulares catacumbas varias obras de teatro y las escribí con total, absoluta libertad. Decidí, primero, no preocuparme en absoluto de la censura; segundo, desentenderme totalmente de la cuestión empresarial; tercero, no hacer el más mínimo caso de tendencias, modas, etc., cuarto, desengañarme por entero de la idea descabellada de que el teatro iba a solucionar mi problema económico. En ese estado de ánimo creo que escribí las mejores obras de teatro que ha producido mi humilde pluma y que son: Bodas que fueron famosas de Pingajo y la Fandanga, Flor de otoño, Historia de unos cuantos, La mano negra…».

Entre sus títulos destacan por encima de otros Flor de Otoño, llevada al teatro en varias ocasiones (por Antonio Díaz Zamora, Josep Costa, e Ignacio García en el 2005) y al cine por Pedro Olea en una inolvidable interpretación de Pepe Sacristán y Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandango puesta en pie para inaugurar el entonces recién creado Centro Dramático Nacional que dirigía Adolfo Marsillach, quien encargó la dirección de la obra a José Luis Gómez, y posteriormente dirigida por Juanjo Granda.

Además se pusieron en escena Los inocentes de la Moncloa, con dirección de Eugenio García Toledano; Historia de unos cuantos, con puesta en escena de Ángel García Moreno; Teresa de Ávila, de Pedro Carvajal; Sangre de toro, de Enrique Belloch; De paseo con Muñoz Seca, de Luis Escobar o La marca del fuego, de Alberto González Vergel.

Rosana Torres, en EL PAÍS