- by Victor Iriarte Ruiz
- on 27th agosto 2007
- in Críticas
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CRÍTICA: La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches
Tomás Gayo es un modelo interesante para el teatro español. Actor muy consciente de que nunca será una primera figura, y con dificultades para encontrar trabajo continuado, decidió hace unos años arremangarse y meterse a productor, en vez de perder el tiempo mendigando o quejándose. Elige bien textos de teatro textual, se reserva un papel secundario en todos los repartos, paga cabezas de cartel atractivos, busca buenos directores para las peculiaridades de cada obra y actúa, que es lo que le gusta. Sus producciones son modestas, pero honestas. Se nota coherencia, trabajo y criterio, también lo ajustado de su presupuesto. Vino al Teatro Gayarre este fin de semana con La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches, obra cimera del teatro español del siglo XX y que siempre gusta ver.
Seguramente conocen el texto: la «solterona de pueblo», terriblemente frustrada por su condena a vestir santos, es envuelta en una broma cruel. Un grupo de majaderos sin escrúpulos, señoritos de casino, sin mayor interés que el de reírse (de ahí la crueldad de la broma, ni siquiera es para obtener un beneficio personal) cruzan cartas para hacerle ver que un joven recién llegado a la ciudad de provincias (Logroño en la obra, Palencia en la extraordinaria versión cinematográfica Calle Mayor, de Juan Antonio Bardem) está perdidamente enamorada de él. El enredo se complica hasta extremos hirientes, la carcajada va dejando paso en el espectador a un regusto amargo y Arniches cierra la obra con una moralina sobre los vicios que impiden el progreso de España.
Ya no hay solteronas como en 1913, digo yo. (Estarán en semanas como ésta bailando reggeton en un todo incluido en el Caribe, disfrutando, que es lo que hay que hacer). Tambien ha cambiado el concepto de vergüenza, del qué dirán, de la murmuración, que existen, pero ya no hacen tambalear a una persona como en aquella Espapa profunda. Y a pesar de eso, el texto de Arniches no está acartonado y sus chistes mediante juegos de palabras siguen haciendo reír al público como el primer día: «¿Cómo prefieres el salto de cama, con caída o sin caída? ¡Hombre, si es salto, mejor sin caída!» y similares. Se comprobó en la función del viernes.
Ana Marzoa está espléndida haciéndose pasar por fea como Florita de Trevélez y la escena del banco en el jardín es hinchante. Pedro Miguel Martínez es un actor solvente y también fue un descubrimiento el que interpretó a Picavea (que no es Roberto Cairo, anunciado en el programa de mano), el único bromista con restos de escrúpulos que intenta ayudar a resolver la terrible confusión.
El montaje tiene un buen pasar, pero no llega a la excelencia por esa precariedad de medios de la que escribí, que obliga a «disfrazar» a varios actores, que no están en edad, como Tomás Gayo, que hace bien su papel pero es demasiado joven, ya que Gonzalo de Trevélez, el hermano de la ridícula protagonista, es también un solterón, cincuentón, ridículo al vestirse como veinteañero para que su hermana no vea en él el paso del tiempo que le afecta a ella. El conserje no es el abuelete que pinta Arniches, pero tiene papel porque es tambien el escenógrafo y maquinista del montaje; el criado dejó claro hasta en la forma de andar que no es actor, sino el gerente de Tomás Gayo, puriempleado también como regidor para cuadrar las cuentas, esfuerzo que hay que agradecer. Finalmente, Angeles Albadalejo hace de uno de los bromistas (la mayor incoherencia de la producción), quizá porque es también directora de producción. Y estas cosas tienen el riesgo de distraer al espectador: en teatro profesional, al texto de Arniches, profundamente realista, no le puedes poner actores maquillados para simular lo que no son ni tienen.
Sin embargo, subrayando el mérito de esta modesta producción, sólo pondría un suspenso absoluto a una cosa, un cero redondo: la interpretación de Luis Fernando Alves, cabeza de cartel como Numeriano Galán, el joven víctima de la broma. Y no porque no sea buen actor, sino porque no ha entendido en absoluto su papel. Está todo el rato en «gracioso», intentando hacer reír al público y «colocando» frases, poniendo poses y caretos mirando al patio de butacas. No se ha dado cuenta de que su personaje no sabe que es cómico. Y que hay que interpretarlo en serio, sintiendo su ahogo ante un enredo que crece imparable y lo va cercando. Eso es lo que el público ríe en La señorita de Trevélez, porque Arniches sabe perfectamente que el espectador es por definición cruel y disfrutará de sus apuros al verlo como se va condenando irremisiblemente a una boda trágica. Extraña que el actor no haya mirado más el trabajo de su compañera, Ana Marzoa, y que Mariano de Paco, el director, que conoce este teatro como nadie, no haya podido cortar semejante despropósito.
Ana Marzoa, gran actriz