Uno de mis columnistas de prensa preferidos es Pedro Ugarte, a quien seguramente no conocerán. Escribe los sábados una columna en El País, edición del País Vasco, que siempre circula entre la brillantez y la excelencia. Ugarte siempre dice algo interesante, generalmente a contrapelo, y siempre arreando contra una serie de tópicos que se repiten hasta la saciedad en la sociedad de lo políticamente correcto sin que nadie los cuestione. No siempre estoy de acuerdo con lo que suelta, pero desde luego me quito el sombrero ante cómo lo razona. Léanlo. El sábado, el euro que cuesta El País bien lo vale el texto de Pedro Ugarte y la media página de Marcos Ordóñez sobre teatro en Babelia.

La de este sábado se tituló El nieto Cebolleta y arremete contra un lugar común que ya aburre, la de los jóvenes que reclaman y reclaman una vivienda y parece que la sociedad, o sea, todos, estemos obligados a dársela, aunque a nosotros nadie nos la regaló. Dos fragmentos del texto. No creo que lo encuentren completo en Internet:

“El nieto Cebolleta es tan pesado como su célebre abuelo y se dedica a golpearnos en la chepa con una metafórica cachaba: la suya sí que es una vida horripilante y no la nuestra, que al parecer vivimos entre sábanas de holanda. El nieto Cebolleta considera que ha bebido hasta las heces la penalidades de la explotación capitalista, a pesar de haber nacido en una de las sociedades más prósperas de toda la historia de la Humanidad y a pesar de contar desde el nacimiento con innumerables servicios sociales y y oportunidades formativas. Nada sabe del hambre ni de las privaciones físicas, ha tenido una buena educación y una sanidad garantizada, pero con menos de 25 años no sólo no gana más de 1.000 euros al mes, sino que aún no dispone de un dúplex junto a la playa con garaje y trastero. Resuelve que su vida es un infierno. Y los medios de comunicación, sensibles, proporcionan un nutrido ejemplario de estas vidas truncadas, así no hayan cumplido aún los veinte años.
¿Quién tiene la culpa de que los nietos Cebolleta consideren que esta sociedad, con onerosos tipos tributarios que financian toda clase de ayudas, ha sido injusta con ellos y no les ha dado todo lo que merecen? Según el discurso políticamente correcto, la culpa es de diabólicos entes abastractos: la sociedad, el sistema, la economía. No obstante, hay una cosa en la que el nieto Cebolleta sí tiene razón. Que la culpa de esa crónica insatisfacción no es suya. O al menos no del todo. Nadie ha dicho que la vida sea fácil (¿quién dijo nunca que lo fuera?) ni que las condiciones económicas de hoy día sean maravillosas, pero sí es responsabilidad de los políticos haber alimentado un discurso-sonajero que hace del poder público nodriza de pechos inagotables y de los ciudadanos niños grandes que lloran constamente para seguir mamando de sus ubres. Se ha adoctrinado a las nuevas generaciones en la tramposa hipótesis de que su suerte en la vida no debe tener correspondencia con el esfuerzo que realicen o con las capacidades que desarrollen. ¿Cómo no exigir, entonces, que la vida les sea resuelta de inmediato?”.