Crítica de danza de Teobaldos en Diario de Noticias del Eifman Ballet de San Petersburgo
ANNA KARENINA. Intérpretes: Eifman Ballet de San Petersburgo. Programa: Anna Karenina, ballet basado en la novela de Tolstói, con música de Tchaicovsky. Coreografía: Boris Eifman. Escenografía: Z. Margolin. Vestuario: V. Okunev. Iluminación: G. Filshtinky. Programación: Fundación Baluarte. Lugar: sala principal de Baluarte. Fecha: 17 de diciembre de 2017. Público: lleno (34, 24, 16 euros, con rebajas a jóvenes y escuelas de danza).
Modernidad rusa
El Eifman Ballet de San Petersburgo rompe, en parte, con el estereotipo de las compañías rusas que hasta ahora nos han visitado. El Eifman quiere, a toda costa, ofrecer una modernidad coreográfica que le equipare a las grandes compañías occidentales que, lo mismo bailan clásico, neoclásico o contemporáneo. Así mismo, se nota un cambio radical en la presentación escénica: donde antes sólo había telones, ahora hay una tramoya rica y movible, un vestuario imaginativo y vanguardista y un diseño de luces que trabaja junto con los bailarines. Lo que no cambia es la calidad individual de los bailarines y la disciplina y preparación del cuerpo de baile; en esto el otro ballet de San Petersburgo, demuestra una altísima calidad.
En cuanto al estilo que ha impregnado el señor Eifman a su grupo, es, sin duda, innovador, pero todavía está muy influenciado por el ancestral estilo clásico de la educación de los componentes, quienes, al querer desprenderse de esa patina clasicista, a veces caen en cierta dureza de expresión, en cierta robótica de movimiento. Y, por último, la coreografía -de ejecución tremendamente difícil- está en la búsqueda de pasos nuevos que, también, se alejen un tanto del concepto legato del movimiento clásico, para acercarse, en muchos casos, a la acrobacia, de la que no hay que abusar para buscar la emoción; ocurre en algunos pasos a dos, donde los amantes más que acercarse, parece que luchan. Seguramente, esa brusquedad que surge de muchos encuentros, sea la forma, un tanto psicológica, de mostrar la lucha interior de los personajes protagonistas.
Porque lo que sigue sin cambiar en el arte ruso es el sentido trágico de la vida. Boris Eifman elige para el drama de Anna, música de Chaikovsky, pero no precisamente de sus obras de ballet, sino de su obra instrumental y sinfónica; es curioso, que, para el gran baile del comienzo, utiliza la serenata para cuerda y no el gran vals de la ópera E. Onegin. En todo caso, las trágicas últimas sinfonías muestran, como nada, el espeso ambiente tolstoiano.
Angela Turko, como Anna, es una bailarina completísima: no se le exige gran exhibición de puntas, pero las domina; el movimiento de brazos es infinito, en las pocas veces que los extiende, y -en escena casi toda la velada- realiza unos pasos -del suelo al techo- muy comprometidos, sobre todo en las elevaciones que hace con sus dos partenaires: Dmitry Fisher (Karenin), más ligado y redondo en su actuación; e Igor Subbotin (Vronsky), más impulsivo. Hay detalles formidables, como la bailarina en forma de cisne en las alturas, o los descensos utilizando el talón del bailarín como escalera. La narración dramática se sigue muy bien, y el cuerpo de baile -grandioso y empeñado en mostrar sobre todo fortaleza- lo mismo interpreta un vals, -nunca repetitivo de vueltas, sino complicadísimo y variado-, que la formidable maquinaria del tren, en un alarde de simetría y disciplina. Gran ovación del público.
Eifman, que no ha tenido las cosas fáciles, es, sobre todo, absolutamente necesario para el ballet ruso.
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