Si fue Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool, quien pronunció la famosa frase – “El fútbol no es una cuestión de vida o muerte; es mucho más importante que eso”–, aprovecho la ocasión porque viene al pelo y parafraseo: “Para Ignacio Aranguren, el teatro no es una cuestión de vida o muerte, es algo pero que mucho más importante”. Y tanto que sí. Se ha tomado esto del teatro tan “excesivamente” a pecho, como si le fuera la vida en ello, porque en verdad le iba, que no ha dejado pasar la oportunidad de darse de bruces contra todo y contra todos en defensa de su idea, de su proyecto, de su trabajo, de sus chavales. El teatro ha sido y es su vida. Y la vida se sobrelleva entre “momenticos” como los nervios del estreno, los aplausos rendidos o el Premio que ahora toca y disgustos que quizá no merecería o quizá sí, porque todo, lo bueno y lo malo, se lo ha ganado a pulso, afrontándolo un tanto resignado, como sabiendo que tampoco podían ser las cosas de otra manera debido a ese carácter suyo orgulloso –con motivo–, insobornable y cabezota, que no sé si es propio de los de Aibar o distintivo del espécimen navarro en general.

Sé de lo que hablo porque sufrí en su día alguna de sus peloteras por temas de críticas y de jurados, que no fue sonada porque tiene entre sus muchas virtudes la elegancia y la discreción. Desencuentro, conviene subrayarlo, que estaba condenado a diluirse casi tan rápido como el teatro de Echegaray sobre los escenarios porque, en artes escénicas, nada más echarse el telón, todo queda atrás y se está a lo que toca, que es el siguiente proyecto. Y porque es imposible no rendirse ante la seriedad, rigor y constancia con la que ha afrontado su propuesta pedagógica, el exhaustivo conocimiento del repertorio y su sabiduría para representar cada obra en su contexto y con sus claves distintivas, y la meticulosidad con que ha trabajado todos los aspectos de la puesta en escena, desde la interpretación a la escenografía, iluminación o vestuario.

También sé lo que me digo. He seguido su labor siendo bachiller imberbe de un taller teatral colegial rival, en el patio de butacas como espectador envidioso de sus montajes espléndidos, como periodista puntilloso, crítico o gestor cultural, incluso adaptador de un montaje frustrado y, finalmente, este mismo año, como conmilitón en un proyecto, el homenaje al teatro de Patxi Larrainzar, que hemos rematado a conciencia. Tirado el anzuelo, lo mordió gustoso y, muy propio de él, se merendó la caña, el cesto y medio ribazo. Pude por fin verlo trabajar desde dentro y discutir –con lo que nos gusta– cada matiz, negociar una a una las replicas y pelear cada corte. De tú a tú, vehementes ambos aunque derrotado yo de antemano ante la autoritas que emana de su experiencia y de su ejemplo: negocia arremangado y dando el callo. Como si le fuera la vida en ello.

El teatro necesita defensores apasionados como Ignacio. De ahí la alegría por el galardón, que con su persona cambia de paradigma, pues no es un artista de relumbrón quien lo recoge sino un sembrador de vocaciones, que está muy bien, y sobre todo de públicos, que es de lo que de verdad andamos necesitados. Un espejo en el que debieran mirarse quienes neciamente creen que la profesionalidad viene definida por la nómina y no por una manera de ser, estar y trabajar y por un carisma como el que Aranguren posee y que ningún IAE, ni Salamanca, pueden dar ni prestar.

Por Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias de Navarra el domingo 22 de mayo de 2016.