Crítica de teatro de Víctor Iriarte en Diario de Noticias de «César & Cleopatra», de Emilio Hernández, en el Festival de Olite
CRÍTICA TEATRO
CÉSAR & CLEOPATRA. Autor: Emilio Hernández. Dirección y espacio escénico: Magüi Mira. Intérpretes: Ángela Molina, Emilio Gutiérrez Caba, Lucía Jiménez y Marcial Álvarez. Iluminación: José Manuel Guerra. Música original: David San José. Coreografías: Nuria Castejón. Producción: Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida (Extremadura) y Pentación (Madrid). Lugar: Festival de Olite. Centro cultural Tafalla-Kulturgunea. Fecha: Viernes 31 de julio. Público: Casi lleno, con 430 espectadores.
Peplum de tebeo
El Festival se salió de su marco conceptual y en vez de teatro clásico nos echó una de romanos, como si estuviéramos en Semana Santa no sólo en lo meteorológico. Y no una de las buenas (tipo Ben-Hur o Gladiator), sino de las peores, como aquellos peplum en el que si te fijabas bien veías al extra de turno haciendo de centurión con reloj de pulsera. Digo esto por la sensación de vergüenza ajena que te recorre el cuerpo viendo este César & Cleopatra tan endeble que a los diez minutos, cuando tras escuchar tres chistes malos –pero malos de verdad, de esos en los que sufres viéndolos contar a alguien que no tiene gracia–, Ángela Molina se pone a cantar y no sabes si te has colado en el Molino para ver una revista y a la que te descuides empezará el desfile de piernamen, pompones y lentejuelas. Pero luego te das cuenta de que la cosa quiere ir en serio y es peor, porque intentando ser trascendente los diálogos se embarran en un didactismo de Wikipedia que tira para atrás: no falta ni uno sólo de los tópicos y lugares comunes que leíste de chaval no ya en cualquier manual al uso o libro de divulgación sino, por ejemplo, en aproximaciones a la historia señeras como Asterix y Cleopatra. Por salir, sale hasta el “Tú también, hijo mío”. A lo Bruto. Con mayúscula y con minúscula.
La cosa va de que César y Cleopatra se encuentran 2.080 años después en la eternidad. Ella maneja tablet y está bastante enterada. “Ahora en Europa gobiernan los germanos. Y su jefa es una mujer”: ese es el tono. También aluden a la Hispania actual, cuyos pueblos siguen guerreando entre ellos en un análisis al hilo de la actualidad digno de 13 TV. Ambos estadistas rememoran su peripecia en la tierra y, con algo más de perspectiva, sueltan píldoras con moralina sobre la sangre derramada en veinte siglos y tal. Haría falta mucho fuste autoral para razonar desde aquellas mentalidades y osadía para tratar de dar altura intelectual a lo que pensarían esos estadistas sobre sí mismos hoy. No es el caso. Un autor más consciente podría haber intentado una mínima reflexión sobre, qué se yo, el amor pasión, amor y razón de Estado, la traición… pero se limita a recopilar las sinsorgadas conocidas. La pieza carece de teatralidad, porque no hay conflicto; es una narración a cuatro voces y en orden cronológico, de ahí que se haga eterna en el patio de butacas. En la escena final, los protagonistas se desean que no vuelvan a pasar doscientos años antes de encontrarse de nuevo. Tú, en tu butaca, piensas: No por favor, qué menos que otros doscientos.
El autor de semejante disparate es un reputado director de escena, Emilio Hernández, ex director del Centro Andaluz de Teatro, del que recuerdo excelentes montajes, como Romeo X Julieta, visto en Gayarre en 2003. Cómo ha llegado hasta aquí lo desconozco. Lo ha dirigido su pareja sentimental, Magui Mira, en un acto de entrega incondicional que hace que su historia de amor rivalice desde ya con la de sus protagonistas. Mira intenta dar vivacidad moviendo con sentido a los intérpretes por la escena, marcando un ritmo alto a los diálogos y subrayando los parlamentos más dramáticos con luz y música, con lo que obtiene un tono peliculero al que siempre he sido refractario en teatro. Al no lograr definir un género al que sujetar su puesta en escena, el conjunto cae en lo ridículo varias veces, por ejemplo oyendo tararear un tango al César. La posición de manos y brazos de las actrices copiando la de los jeroglíficos no es que sea hacer el egipcio, es hacer el indio. Por eso, uno siente lástima por los cuatro intérpretes, que tienen que torear semejante mansada. Con Ángela Molina y Emilio Gutiérrez Caba, grandísimos actores, recuerdas eso de que “el que tuvo, retuvo” y es encomiable cómo se dejan la piel tratando de dar empaque y dignificar sus personajes. Marcial Álvarez y Lucía Jiménez muestran igual disposición pero tienen la desgracia añadida de pechar con textos más anodinos.
La inauguración el pasado mes de marzo del Centro Cultural Tafalla-Kulturgunea, con un auditorio con capacidad para 450 espectadores (50 más que La Cava) hacía presagiar lo que finalmente ha sucedido, en esta edición de forma un tanto precipitada: está llamado a ser la subsede del Festival de Teatro Clásico de Olite para acoger los espectáculos amenazados por la lluvia. Suspender una función es un lujo intolerable en nuestros tiempos, máxime después del esfuerzo inversor realizado en infraestructuras culturales. La organización trabajó a destajo y el traslado se realizó de forma impecable: estuvo bien anunciado, se reacomodó a todo el público con diligencia respetando en la medida de lo posible su anterior butaca y se ofreció la posibilidad de devolver la entrada. El Ayuntamiento de Tafalla colaboró activamente abriendo Kulturgunea con todo su personal y la Policía Local estuvo atenta para informar y regular el tráfico y aparcamiento en el entorno. Fue lo mejor de la velada.
POR Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias el domingo 2 de agosto de 2015.
Comentarios recientes