El actor José Sazatornil, Saza, fallecido el pasado jueves 23 de julio en Madrid a los 89 años por causas naturales. Nacido en Barcelona en 1925, comenzó muy joven en el teatro de aficionados. Participó en 114 películas y multitud de obras teatrales. Saza cosechó grandes éxitos en el cine español de los años sesenta y setenta con películas como Las que tienen que servir, junto a Gracita Morales, y en el teatro, como Filomena Maturano, con Concha Velasco.

Su primer papel en el cine se lo ofreció el productor Ignacio F. Iquino en la película Fantasía española, en la que hacía de sastre. «Iquino me descubrió para el cine y creó el Saza», dijo el actor en una entrevista a EL PAÍS en 1995. En esa misma entrevista, el actor confesó las dificultades que tenía para aprenderse los guiones y dijo que necesitaba mucho tiempo para estudiarlos. «Envidio a muchos compañeros que se leen el guión dos veces y ya se lo saben. A mi, nadie sabe lo que me cuesta. Yo sería incapaz de hacer esas series de televisión que te dan un guión y te lo tienes que aprender para el día siguiente. Cuando he hecho este tipo de series he tenido el guión tres meses antes de su rodaje», dijo. Además afirmó que nunca había tenido problemas con los directores porque era un actor «obediente, serio y disciplinado».

En 1988 recibió el Goya al mejor actor de reparto por su papel en Espérame en el cielo, de Antonio Mercero. El Premio Nacional de Teatro José Isbert le llegó en 2005. En el cine destacan sus trabajos con Luis García Berlanga en El verdugo (1963), La escopeta nacional (1978) y Todos a la cárcel (1993); con José Luis Cuerda en Amanece que no es poco (1989) y participó también en La colmena (Mario Camus, 1982). En 2014 recibió el Premio a toda una vida de la Unión de Actores.

Artículo de Marcos Ordóñez en EL PAÍS: 

Vuelven los recuerdos en tropel, como suele suceder, con la noticia de su muerte. El primero es un recuerdo de infancia. Barcelona, años sesenta. Un hombre da vueltas en torno al estanque de la plaza de Lesseps. “Papá, ese señor alto habla solo”. “Es don José Sazatornil, un actor cómico muy importante, que está pasando texto”, contesta mi padre. Sazatornil vivía entonces en la plaza, a cuatro pasos de mi casa; una plaza muy teatral, donde también vivían Alady, Enrique Vivó y Rafael Anglada. Antes de afincarse en Madrid, Sazatornil trabajó muchísimo en el Paralelo, en los cincuenta, y fue, me contaba mi abuelo, el galán cómico de la compañía de Martínez Soria. En 1956, José Lladó llevó al cine, para la productora de Iquino, uno de los grandes éxitos de aquella compañía, la versión musical de El difunto es un vivo, que vi años después: una delicia en la que un divertidísimo Saza hacía su entrada como un Miles Gloriosus de paisano cantando «¡Ya estoy aquí / suenen campanas de gloria!».

En 1967, la primera vez que fui a Madrid, el rostro de Saza (con su resplandeciente dentadura) me saludaba desde el cartel de Un fantasma con jipijapa en los carteles del Valle Inclán, aquel teatro que estaba en los bajos del rascacielos de la plaza de España. Dos años más tarde vuelvo a verle en Una vez al año ser hippy no hace daño, de Javier Aguirre, uno de mis disparates favoritos, donde interpreta, con melena y barbaza, a un guru a lo Mahareshi que resulta ser un cocinero de Tarrasa llamado Bonet, así travestido para timar a incautos en Marbella.

Siguen muchas, muchísimas películas, de muy desigual interés, pero en las que sus apariciones siempre llevaban incorporada la alegría, hasta que a mediados de los setenta tiene lugar una suerte de relanzamiento: papeles mejores, papeles distintos, que le permiten ampliar los colores de la paleta. En 1975, José Luis García Sánchez le llama para El love feroz, y repite al año siguiente, como el padre «de derechas de toda la vida», de Colorín colorado, dos de las mejores comedias críticas de la época. En 1978, Berlanga le ofrece en bandeja el papel de su vida: Jaume Canivell, el industrial catalán que participa en una montería buscando hacerse con la concesión de un negocio de porteros automáticos en La escopeta nacional. El éxito de la película (y de su fenomenal trabajo) oscurece un tanto el recuerdo de un rol insólito, que protagoniza a continuación: el restaurador afable y sensatísimo de Cinco tenedores (1979), una notable y olvidada comedia negra de Fernando Fernán Gómez.

Entre finales de los setenta y los primeros ochenta, Sazatornil simultanea el cine y el teatro (mayormente como empresario de revista) y escribe (con el seudónimo de Mariano Zazurca), interpreta y dirige varias funciones de enredo no demasiado distinguidas, como Una vez a la semana… sin fallar (1977) y ¡Qué campanada! (1979), en el madrileño Teatro Club.

Siguen dos colaboraciones de lujo en La colmena (1982) y El año de las luces (1986), y un triunfo teatral en La Latina: la versión musical de La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca, con letras de Enrique Llovet y Alfonso Ussía y partitura del maestro García Segura, dirigida por Gustavo Pérez Puig. Saza era un Don Mendo desaforado pero con muchísima gracia, colocando con la sabiduría de años y años de oficio. De esa época recuerdo también su trabajo en Espérame en el cielo (1988), por la que se lleva un Goya al mejor actor de reparto, y, como no, el guardia civil que lee a Faulkner sin ele («¡Hombreee, William Faukner!») en Amanece que no es poco (1989). Berlanga vuelve a llamarle para Todos a la cárcel (1993), y Betriu le ofrece el rol atípico del viejo poeta homosexual de Una pareja perfecta (1997), adaptación de Diario de un jubilado, de Delibes, a cargo de Rafael Azcona. Me perdí, lástima, su retorno al teatro con Los caciques, de Arniches, que posiblemente fue lo último que hizo, en 2002.

Ultimo recuerdo de Saza: en 2003 tuve el honor de que presentara, mano a mano con Manuel Alexandre, mi novela Comedia con fantasmas, en el Teatriz, el restaurante madrileño que ocupaba el antiguo teatro Infanta Beatriz, y que Saza y Alexandre recorrían aquella mañana a paso lento, tratando de seguir los caminos borrados («¿No estaban aquí los camerinos?») como quien visita las ruinas de una época muy lejana. «Aquí tuve yo un triunfo grande, no sé si te acuerdas, Pepe, con Vamos a contar mentiras«, decía Alexandre. «Hombre, Manolo, perdona, para éxito grande el que tuve yo con Las que tienen que servir«. Y así seguían, de camino a la mesa, retándose y riendo. Recuerdo el abrazo final de Manolo Alexandre («¿Lo quieres con o sin trémolo?» y el de Saza, que todavía recordaba muchas cosas y estaba de muy buen humor, con su despedida clásica («¡Éxitos mil te desea Sazatornil!») y su gesto característico: la mandíbula alzada, los dientes como un teclado, los brazos extendidos y a la espalda, los ojos todavía vivos, penetrantes.

ARTÍCULO DE FERNANDO COLOMO EN EL PAÍS:

La primera vez que escuché hablar catalán en una película española fue en La escopeta nacional, de Luis Berlanga. El personaje interpretado por José Sazatornil viajaba a Madrid acompañado de su secretaria y amante, una divertidísima Mónica Randall, con la intención de colocar sus “porteros automáticos” en una cacería a la que acudía lo más granado de los poderes fácticos franquistas. Su creación era brillante y se movía como pez en el agua en un reparto cuajado de grandes actores de comedia.

En esta película Saza tocó el cielo, quedaban atrás decenas y decenas de pequeños papeles, siempre humorísticos, en todo tipo de películas. Y es que Saza tenía una personalidad especial. Su aspecto físico era muy marcado, hasta el punto de que se le contrataba siempre para hacer el mismo papel, el de un señor calvo y con bigotito representante de lo más rancio de nuestra sociedad. Incluso en los cómics existía un personaje, Martínez el Facha, cuyo parecido físico era más que evidente.

Después de La escopeta nacional pasó de hacer pequeños papeles a otros de mayor enjundia, como el militar que adoctrinaba al doble de Franco en Espérame en el cielo, de Antonio Mercero, en donde volvía a hacer una extraordinaria composición del personaje, actuando como el enorme actor que era. Porque a Saza no le quedaba grande ningún papel, más bien al revés; él conseguía llenar y hacer rebosar al personaje que interpretaba.

Cuando realicé la parte cinematográfica de Cegada de amor con el grupo de teatro La Cubana pensamos en él para un personaje principal. Organizamos una cita a la que acudió acompañado de su señora. Nosotros estábamos muy ilusionados con que participase en el espectáculo, y Jordi Milán, director de la compañía, le explicó en qué consistía la obra, la forma de trabajar del grupo, etc… Pero Saza no nos entendió. Creo que le parecía muy raro todo: la forma de organizarnos, el tipo de ensayos… muy lejos de lo convencional. Y finalmente, escurrió el bulto. Pero su presencia, y a pesar de que el propio Jordi Milán asumiera con brillantez el papel, su presencia siempre quedó ahí. Saza era más que un gran actor, él era el personaje.