CRÍTICA TEATRO

Solfatara. Compañía: Atresbandes (Barcelona). Creación, dirección e interpretación: Albert Pérez Hidalgo, Mònica Almirall y Miquel Segovia. Lugar: ENT. Fecha: Domingo 2 de noviembre. Público: Media entrada.

Terrores cotidianos

Tiene Solfatara un planteamiento escénico brillante, por el que ha sido premiado en festivales de Inglaterra y Serbia, y que de entrada impacta. Una pareja joven a la mesa, anda la relación en caída libre y los silencios son más largos, profundos y desasosegantes que la conversación. En medio de ellos, un tercer personaje con la cabeza cubierta por una capucha de terrorista, que es la conciencia de él. Así, el público puede escuchar lo que Miquel está pensando pero no se atreve a decir a Mónica para no molestar, para no herir, por no armarla por cualquier nimiedad. Por ejemplo, que no le gusta el plato que ella ha cocinado. Ella, dale que dale, y él aguantándose las ganas de gritarle mientras ese tercero le va calentando los sesos hasta que, al final, estalla.

Las solfataras son las grietas por donde salen a la superficie los vapores de un volcán y es el hilo conductor del discurso del encapuchado, una ingeniosa metáfora para describir esas relaciones deterioradas. Todas las personas nacemos con un gemelo, nuestro miedo, dice la conciencia cuando, micrófono en mano, se dirige directamente al espectador. Está bien caracterizado el tipo, pues es el terror a no afrontar situaciones desagradables o verdades incómodas el que hace embarrancar las relaciones con silencios o medias verdades torturantes, aunque resulten cómicos así expuestos.

La pieza, de apenas una hora, muestra tres momentos en el día a día de Miquel y Mónica: la anodina comida del inicio; la desastrosa condición de anfitriones de ambos cuando invitan a cenar a una pareja amiga, momento en el que estallan las tensiones acumuladas; y un encuentro íntimo poco gozoso, pues los miedos y tensiones también se arrastran a la cama. Esas tres escenas descubren actores cuajados, pues requiere mucho tino fijar con precisión y mantener el vivísimo ritmo de los diálogos de la pareja mientras se intercalan como cuñas –a mayor volumen y con diferente intención–, los comentarios del terrorista. El hecho de que este personaje se convierta en narrador, una resolución final timorata que no se ajusta al crescendo dramático previo y la presencia de un panel donde, en algunos momentos, se sobretitulan los pensamientos, dispersan el efecto inicial y diluyen la fuerza del mecanismo dramático, que da la sensación no haber sido llevado al límite de sus posibilidades.

POR Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias el lunes 10 de noviembre de 2014.