Crítica de "Nadie lo quiere creer", de La Zaranda
Nadie lo quiere creer. Compañía: La Zaranda. Autor: Eusebio Calonge. Director: Paco de la Zaranda. Intérpretes: Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez, Enrique Bustos. Lugar y fecha: ENT, 23/10/11. Público: rozando el lleno.
Herencia negra
LA Escuela Navarra de Teatro comienza su ciclo de otoño y, en una época en la que, amén de la caída de la hoja, impera el recorte del billete, lo hace por todo lo alto: nada menos que con La Zaranda, una compañía que a lo largo de veintipico años ha sabido concitar hacia su trabajo un reconocimiento nacional e internacional sin perder por ello un ápice de su independencia ni dulcificar la aspereza de su estilo. La Zaranda había presentado en este mismo escenario sus trabajos anteriores, Los que ríen los últimos y Futuros difuntos, y ahora repiten con su última creación, Nadie lo quiere creer, después de que el año pasado su labor hubiese sido reconocida con el Premio Nacional de Teatro. La compañía se autodefine como Teatro Inestable de Andalucía la Baja; inestable porque, según su director, es esa inestabilidad, ese inconformismo permanente, el que les mueve a seguir creando y a no acomodarse.
Nadie lo quiere creer mantiene la coherencia temática y estilística de La Zaranda. Sus personajes son tipos populares, de esa Andalucía la Baja, observados con un ojo lúgubre y con otro zumbón: la muerte y la risa como dos caras de una misma moneda; o sea, humor negro con un toque bufo y farsesco que les hace herederos de una línea siempre presente, pero a menudo silenciada, en el teatro español. Una línea que podría rastrearse en los sainetes de Ramón de la Cruz, en el astracán, o, por supuesto, en el esperpento valleinclanesco.
Entroncando con lo antedicho, me gustaría destacar que Nadie lo quiere creer se define en el programa como un «sainete espectral», y a fe que le viene la definición como anillo al dedo. No se me ocurre una manera mejor de sintetizar esa doble naturaleza que se nutre de las formas castizas de la comedia rebozadas en risa macabra. El espectáculo lleva el esclarecedor subtítulo de La patria de los espectros. Esa patria es el espacio intangible al que pertenecen los monigotes protagonistas de la comedia, vivos, pero acercándose a cada paso a ese fin fantasmagórico. También es su patria el espacio físico de los dos metros cuadrados de panteón en el que reposarán los restos mutilados de la Señora, dueña del caserón ruinoso que los otros dos personajes, la criada y un sobrino, aspiran a heredar a la muerte de la vieja.
El argumento no es lo más brillante del montaje, pero tampoco es su componente esencial. Importa más el tono de la obra y el retrato de los personajes que una trama de desarrollo no lineal, sino que progresa más bien en espirales, con segmentos de la acción que se van repitiendo con ligeras variaciones, conduciendo a sus personajes por el sumidero de lo grotesco hasta el delirante final. El peligro de esto es que pueda resultar reiterativo. A mí me lo pareció en ocasiones. Se redime casi siempre por algún golpe de humor brutal, como el del brazo ortopédico que le regalan a la anciana (y que es el del mismo lado que el que ya tiene), o por hallazgos como las transformaciones de los personajes en apariciones espectrales (las «visitas», les llaman) para distraer a la señora. En suma, una obra de una compañía en estado de gracia, hecha para ser disfrutada despacio, paladeando unos detalles que revelan la gran calidad artística de los intérpretes.
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