EL PAÍS:

Cuando sonó el teléfono poco después al mediodía de ayer, Peter Handke pensó que se trataba de un abogado estadounidense cuya llamada esperaba. Enseguida entendió que el interlocutor era alguien de la Academia Sueca. Unos minutos más tarde se anunciaría al mundo que le otorgaban el Premio Nobel de Literatura correspondiente a 2019. El jurado justificó el galardón a Handke “por su trabajo influyente que, con genio lingüístico, ha explorado la periferia y la especificidad de la experiencia humana”. El autor austriaco, de 76 años, se fue a caminar por los bosques cercanos de Chaville, el pueblo en las afueras de París donde reside.

A las 15.45 regresó por uno de los caminos que conducen a su casa con jardín. Le esperaba una decena de periodistas. “Pasen”, dijo, desafiando su reputación de escritor huraño y aislado, de artista apátrida y extraterritorial. Vive aquí desde hace 30 años, rodeado de vecinos que no saben muy bien a qué se dedica.

“No sé si estoy feliz, pero estoy emocionado”, declaró. “Pero no lo puedo mostrar con las cámaras y los aparatos de fotos. Es difícil estar emocionado. Hay que ser actor para estarlo delante de ustedes”. Después reveló: “No sé cómo celebrarlo. Me gustaría beber, pero no he comido nada hoy. No tengo hambre”. Sus sensaciones eran extrañas. “Como escritor has nacido culpable. Y hoy, a esta hora, no me siento culpable, me siento libre”.

Es un premio atípico. Se anuncia junto al de 2018, que quedó suspendido por el escándalo de abusos sexuales que golpeó la Academia. Ese galardón ha recaído en la escritora polaca Olga Tokarczuk, autora que Handke no conoce. El reconocimiento le ha llegado al autor austriaco cuando muchos habían dejado de esperarlo.

Los ensayos de Handke en defensa de Serbia durante las guerras balcánicas de los años noventa, y aún más el gesto de leer un discurso al entierro del líder nacionalista serbio Slobodan Milosevic, muerto en 2006 en una celda del Tribunal Penal Internacional de La Haya, parecían haberlo relegado, aunque cada año seguía figurando en las quinielas. Bajo sospecha, a veces, de decidir por motivos políticos (es célebre el caso del Nobel jamás concedido a Jorge Luis Borges), esta vez nadie podrá acusar a los académicos suecos de no haberse ceñido a motivos estrictamente literarios. La Academia ha premiado a un europeo con opiniones que hoy se calificarían de políticamente incorrectas. Él no lo esperaba.

“Por los problemas que tuve hace años nunca pensé que me eligieran”, dijo el autor de El miedo del portero ante el penalti y Desgracia impeorable. “Hubo mucho ruido cuando escribí de un modo distinto sobre la guerra civil en Yugoslavia, y puedo entenderlo. Por eso creo que la decisión de la Academia de Estocolmo demuestra valentía”. Amable y hospitalario con los periodistas, saltando entre el alemán, en inglés, el francés y algo de castellano, Handke se mostró incómodo ante las preguntas de sus posiciones sobre Serbia y Milosevic. Sobre su presencia en el funeral del líder serbio, replicó: “¿Es un crimen? ¿A usted le parece un crimen?”. “No tengo nada que cambiar. Cada día me gustaría cambiar”, continuó. “Pero mi naturaleza es mi naturaleza, y es la de un escritor, no de un periodista. Mi sentimiento más profundo es el épico, como Cervantes, como Homero, como Tolstói. Este es mi mundo. Y escritores como Adalbert Stifter, Heimito von Doderer, Ivo Andric”.

El laureado también mencionó la influencia de España, país donde ha pasado temporadas y que aparece en libros suyos como Ensayo sobre el jukebox, Ensayo sobre los días silenciosos y Ensayo sobre el cansancio. Habla de Cuenca, de Soria y de Linares. Cita a San Juan de la Cruz, a Teresa de Ávila, a Cervantes. “También los paisajes, sobre todo”, añade. “Me gusta Castilla: mil metros sobre el mar, y está vacío. Pero gustar no es la palabra. Siento apego”.

Handke es reacio a entrar en debates contemporáneos, pero cuando un periodista le pregunta sobre la ola nacionalista en Europa, responde: “Yo distingo entre nacionalismo y patriotismo. Mi país es Austria. Cuando alguien insulta a mi madre, a mis hermanos, a mi país sin conocerlos, me vuelvo patriota. Pero soy absolutamente antinacionalista”.

Hace unos años, Handke declaró que “habría que suprimir el Nobel” porque “es una falsa canonización”. Ayer, con un toque de humor, lo matizaba: “Ahora lo han corregido. Quizá continúen por la buena vía ahora. No tengo nada que criticar”. Y, más serio, explicó: “Cuando critiqué el premio, no hablaba como autor sino como lector. Mi existencia consiste en leer. Me siento en mi sitio cuando empiezo a leer, a descifrar, a encontrar las palabras”. Explicó que cada mañana dedica un rato a unos versos de Píndaro y a otros autores en griego antiguo. “Es bueno para la cabeza y para el corazón”.

Otra pregunta. ¿En qué gastará el dinero? “Ah, vaya cuestiones… No muy sutiles. Cuando era joven escuchaba una canción de Ray Davies, de los Kinks, con una frase que me gustaba mucho: ‘Hay demasiado en mi cabeza’. No me pregunte por el dinero…”. El autor prevé ir en diciembre a la entrega en Estocolmo. Mientras los fotógrafos le pedían que posase, ante una mesa llena de fruta, lápices y bolígrafos, evocó su amistad con el cineasta Wim Wenders, para quien escribió El cielo sobre Berlín y con el profesor Eustaquio Barjau, traductor al castellano de buena parte de su obra e incluso actor en una de sus películas, La ausencia, de 1992, con Jeanne Moreau y Bruno Ganz.

¿Y tras el Nobel? “Hay que continuar como si nada. Es uno de mis motivos en la vida: hacer como si nada. Aún tengo cosas que contar, rimar e imaginar”.

 

EL PERIÓDICO DE CATALUÑA:

«¿El Nobel de Literatura? Habría que suprimirlo. Es una falsa canonización que no aporta nada a los lectores», dijo Peter Handke en el pasado. Y la opinión, diga lo que diga el escritor el próximo diciembre en su discurso de aceptación del Premio Nobel, está en perfecta sintonía con un personaje incómodo, en busca de la reflexión más esquinada y por lo tanto difícil de encerrar en una única definición. De momento lo que ha salido de sus labios al conocer el veredicto es su profundo asombro por la «valentía del galardón». Y no es para menos. Handke pasó de ser el niño prodigio de las letras alemanas en los años 70, el amigo del alma yguionista de algunas de las mejores películas de Wim Wenders, al autor demonizado por haber defendido la causa serbia durante la guerra de los Balcanes, con visita de Milosevic en la cárcel y discurso fúnebre del genocida incluidos, dos décadas después.

Los libros de Handke en las ediciones de Alianza y sus guiones para Wenders –El miedo del portero ante el penalti, Falso movimiento y, más tarde, la popular El cielo sobre Berlín, para la que escribió una débil trama y una serie de impactantes monólogos interiores- fueron uno de losgrandes compañeros de viaje de la progresía durante la transición,un autor capaz de vincular las lecturas más clásicas y solemnes de autores como Goethe con referentes más rockeros y ‘ad hoc’, tal y como empezaban a mandar los tiempos. Todo eso servido con una prosa afilada como un bisturí y se diría que casi exenta de sentimientos. Aunque los provocase a borbotones.

Con los años Wenders marchó a Hollywood buscando sus fastos y Handke, ermitaño, se quedó en alguna ‘cueva’ escondida de Austria, cultivando su escritura en silencio con una imagen cercana a la de Thomas Bernhard, el gran crítico de las hipocresías austriacas. Como aquel, Handke siempre se mostró como un intelectual incómodo en varios frentes: el teatro -sus Insultos al público, hoy quizá algo trasnochados, establecieron en los 60 unas nuevas reglas con los espectadores-, la novela –La mujer zurda, El miedo del portero ante el penalti, Carta breve para un largo adiós-, el ensayo –Ensayo sobre el jukebox, Ensayo sobre el lugar silencioso, que no es otro que el váter-, sus poemarios y, en particular, en sus libros de memorias. Es el caso de Desgracia impeorable, escrito en 1972 pocas semanas después del suicidio de su madre de una sobredosis de barbitúricos como una forma de introspección dolorosa y salvaje.

El otro rostro, muchísimo más espinoso, de Handke apareció con la guerra de los Balcanes en la década de los 90. Cuando la mayoría de los intelectuales se alineaban en contra del genocidio bosnio y de su inductor, el ultranacionalista serbio Slobodan Milosevic, el escritor trató de desembarazarse de las críticas asegurando que él no era un político sino que sencillamente era un escritor y que Milosevic, responsable de la matanza de 250.000 personas,le parecía un intereresante personaje «trágico». Pero fue mucho más que eso, hubo una defensa del dictador incluso cuando ya muchos de sus partidarios le habían abandonado. A sus declaraciones en los periódicos se unió la entrevista que le hizo en la cárcel mientras esperaba el juicio en el Tribunal de La Haya y después del suicidio de Milosevic en el 2006 se comprometió todavía más cuandoasistió a su entierro y leyó allí unas palabras. Las más comprometidas, las que comparaban el sufrimiento de los serbios con los judíos durante el Holocausto, de las que luego se retractó aduciendo que su francés -el idioma en que las pronunció- era bastante imperfecto. El revuelo general le valió que le retiraran un estreno en la Comédie Française y años después tuvo que rechazar el Premio Internacional Ibsen en Noruega por la misma razón. ¿Qué ocurrirá ahora con el Nobel? ¿Habrá voces discordantes? De momento, el autor, desde su retiro en París, donde lleva una vida tranquila de bajo perfil social, declara sentirse «en paz».