CRÍTICA TEATRO

EL PEQUEÑO PONI. Compañía: Producciones Faraute (Madrid). Autor: Paco Bezerra. Dirección: Luis Luque. Intérpretes: María Adánez y Roberto Enríquez. Escenografía: Mónica Boromello. Vídeoescena: Juan José Cañadas. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Domingo 17 de abril. Público: Quinientos cincuenta espectadores.

Más bulla que bulling

Un aplauso continuado y cálido y numeroso público en el hall del teatro al acabar la función para asistir al encuentro con el equipo artístico de El pequeño poni evidenciaron que la obra gustó, lo cual no deja de sorprender siendo en su conjunto un despropósito de texto, dirección y concepción global del espectáculo. Así que quizá se pueda achacar la buena acogida a que el tema –el bulling o acoso escolar– toca muchas fibras sensibles y a la interpretación de los dos actores. El trabajo de María Adánez (la vimos el año pasado en el mismo escenario en Insolación) y Roberto Enríquez (rostro popular tras su paso por las series Isabel, La Duquesa o La señora) es muy bueno, excelente teniendo en cuenta el texto con el que tienen que apechugar.

La obra está basada en un hecho real, sucedido en Estados Unidos, sociedad cuyos usos, costumbres y universo mental están algo alejados de nuestra cotidianeidad. Y esto es importante, porque una vez vista la representación, se nota que se recalca en el programa de mano como comodín justificativo, porque es evidente que el autor no ha logrado que la verdad que nos cuenta parezca verosímil, que es lo importante cuando se escribe drama. Escuchas a la madre, desde la segunda escena, cuando se entra en materia, y te parece una perfecta gilipollas, pues es imposible entender una reacción así cuando su hijo está siendo acosado y agredido en el colegio ante la pasividad del profesorado. No te lo crees. Suena tan a falso como ver a los padres cenar en casa con tacones ella y vestido de calle él, en uno de los numerosos errores de dirección del montaje, que se hubieran perdonado si más adelante no actuaran descalzos.

Crece la discusión de la pareja sobre cómo afrontar el problema, con sus diálogos delirantes respecto de la maletita que viene y va, y entonces el autor se saca un joker de la manga con el que tratar de justificar la incomprensible actitud de la madre: es que no soporta ver que el niño, de 10 años, sea homosexual. Además de sacarnos del tema del bulling, que es a lo que estábamos, permite unas escenitas muy “sentidas” de remordimiento materno que aspiran a ser profundas. Luego le tocará al padre entrar en crisis (seguido de su momento de redención, por supuesto) por haberle engañado a ella cuando discutieron sobre la conveniencia de sacar o no al niño del cole, justo cuando el pobrecico, siempre en off, cae en coma sin razones médicas aparentes (o explicadas, que no se sabe qué es peor). Finalmente, llega el desenlace, el momento ya totalmente surrealista, un gratuito y enervante cambio de género que lleva del teatro realista al cuento de hadas y que incluye una poética entre ñoña y ridícula, cuando la reconciliación de la pareja saca al niño del estado cataléptico. Aunque tampoco se diga del todo porque un final “abierto” siempre queda guay.

Y solos frente al público, dos estupendos actores que tratan de dar verdad al tebeo, a pesar de que lidian con escenas muy breves que exigen volcar emociones muy sentidas, con el riesgo de llevarlas siempre al límite del grito. Y rodeados además de una escenografía ampulosa que rema en contra del intimismo que la historia pide, sobre la que se proyectan imágenes bellas pero obvias. El audiovisual como subrayado aparece aquí como un recurso manido del que se tira cuando no se sabe contar mejor un drama sobre el papel de gran potencia dramática.

POR Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias de Navarra el miércoles 20 de abril de 2016.