CRÍTICA TEATRO

EL MERCADER DE VENECIA. Autor: William Shakespeare. Versión: Yolanda Pallín. Director: Eduardo Vasco. Intérpretes: Arturo Querejeta, Francesco Carril, Isabel Rodes, Francisco Rojas, Fernando Sendino, Rafael Ortiz, Héctor Carballo, Cristina Adua, Lorena López y Jorge Bedoya. Producción: Noviembre Teatro (Madrid). Vestuario: Lorenzo Caprile. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Viernes 17 de abril. Público: 400 espectadores, menos de media entrada.

Shakespeare en sainete

El mercader de Venecia se estrena poco después del escándalo que sucede en la corte inglesa cuando el médico judío portugués Roderigo López es detenido y ejecutado por intentar envenenar a la reina Isabel I. El ambiente furibundamente antisemita lo ha caldeado seis años antes Marlowe con El judío de Malta, que alcanza gran popularidad. Shakespeare aprovecha esa corriente. Es un genio como dramaturgo pero pocas veces atina con los títulos: es el judío Shylock el verdadero protagonista de la obra y no Antonio, el mercader que recibe el préstamo y debe entregar una libra de su carne en pago. La obra es, por eso mismo, una tragedia, la del judío resentido y rencoroso hacia esa Venecia de traficantes sin alma que le humilla públicamente y despoja de sus bienes. Aunque el montaje no termina de subrayarlo bien, pues hay incluso risas en la escena del tribunal, acude al juicio borracho de odio porque ha sido robado y abandonado por su hija, que se convierte al cristianismo por amor, lo que deja sin sentido su existencia. Arturo Querejeta, que hace una interpretación excelente del hebreo, aparece en escena como judío ortodoxo, con kipa y asomándole por debajo del chaleco las borlas del talit, visibilizando un radicalismo que, en sustancia, no está alejado del solitario, racista e intolerante Antonio, aquí sin embargo presentado como un misántropo generoso y bonachón.

Como es norma en el teatro barroco, donde se mezcla lo cómico con lo dramático, esta obra contiene una trama en clave de comedia romántica, los amores de las tres parejas. Sin embargo, Eduardo Vasco no ha respetado ese código y ha optado, en una decisión cuestionable, por rebajar la elegancia de las historias de amor y llevarlas por momentos a la farsa (los paseos en góndola), al trazo grueso del títere de cachiporra (aprovechado las máscaras del carnaval veneciano) o al sainete más chusco, buscando una risa fácil en las escenas de los acertijos (prefiero no adjetivar el pasaje del príncipe de Aragón, interpretado a lo maño con jota incluida) o comentando un personaje que hay actores que doblan papeles. El efecto de la risa se consigue –y parece que al público le gustó– pero tiene en el debe que rebaja todo el texto de Shakespeare: nos aleja en las escenas dramáticas, que tienen más tela de la que ha cortado el director, y tampoco  disfrutamos de toda la sutileza y elegancia de los enredos amorosos. Nunca había visto un Mercader tan aguachirle. La propia escena del juicio queda desustanciada pues Isabel Rodes es dirigida como una abogada timorata, en contradicción con su brillante discurso sobre la clemencia que coloca a Porcia entre los grandes caracteres femeninos shakespearianos.

Eduardo Vasco ha tirado de recursos usados con anterioridad. Vuelve a lucirse con un escenario limpio, hila con nervio las escenas y presenta a los personajes a lo  Declan Donellan, recurso que le funcionó muy bien en su Otelo. En Noche de reyes tenía más sentido sacar a escena esa misma pianola y embarullar las escenas grupales, pues era una comedia. Ha vestido a los actores con la estética romántica decimonónica, aunque no está claro qué aporta trasladar la obra a esa época. Lo mejor, la coda final: Shylock lanza al suelo la bandeja que representa la justicia y muestra, con ojos de 2015, que no la hubo.

POR Víctor Iriarte. Publicado en lunes 20 de abril de 2015.