COMPAÑÍA NACIONAL DE DANZA. Director artístico: José Carlos Martínez. Programa: Raymonda, divertimento, con coreografía J. C. Martínez, música A. Glazunov; Festival de las flores, Bournonville/Strebinger; Tres preludios, Stevenson/Rachmaninoff; El Corsario, paso a dos, Petipa/ Drigo; Minus 16, Naharin/collage de varias músicas. Programación: Museo Universidad de Navarra. Lugar: auditorio del museo. Fecha: 23 de enero de 2015. Público: Lleno (19, 29 euros). Incidencias: gala inauguración del museo.

Predominio de la imagen

El teatro auditorio de un museo lo admite todo: nunca las artes han sido tan permeables y transfronterizas unas con otras como ahora; pero convendremos -sobre todo los aficionados al ballet- en que la danza exalta, como ningún otro arte, sobre el escenario, la imagen. En correspondencia con la pintura. Alimentando simetrías equiláteras, equilibrios extremos, dimensiones expandidas del cuerpo y deconstrucciones bruscas del movimiento, que, sin embargo, nos remiten a una extraordinaria armonía. En un primer vistazo al museo que aloja el espectáculo que nos ocupa, nos quedamos ensimismados ante al luz -casi sobrenatural- que irradia la sala Oteiza, por ejemplo; o, nos abruma, como su pensamiento filosófico, la enorme instalación sobre la cabaña de Heidegger, en la sala de exposiciones temporales. Cada cuadro, un mundo, pero cuánta armonía. Cada bailarín una íntima expresión, pero cuánta conjunción y disciplina.

La Compañía Nacional de Danza ha pergeñado un programa muy apropiado para un acontecimiento inaugural: ecléctico; intercalando el ballet clásico, el neoclásico y el contemporáneo; entretenido, colorista, para aficionar a la danza; pero también, con enjundia coreográfica. El actual titular de la compañía -el extraordinario bailarín de la Ópera de París, J.C. Martínez- está empeñado en elevarla a la categoría de las grandes compañías nacionales europeas; esas que lo mismo bailan el Lago de Petipa, que el último estreno coreográfico; así que impone a su elenco media hora de ballet clásico canónico, exigente, de gran escuela. El resultado de ese divertimento sobre la Raymonda, que él mismo coreografía, es, todavía, desigual: con una espléndida Seh Yun Kim, un buen cuerpo de baile femenino, y algo más flojo el masculino -verdadero hándicap en el clásico de este país-; pero todo se andará; hay que dar tiempo. Muy bello resultó el paso a dos del Festival de las flores. Y de indudable fortaleza el pas de deux del Corsario, un clásico espectacular de verdadera exhibición por parte de Yae Gee Park y Alessandro Riga: ambos se llevaron una extraordinaria ovación.

Cambió el tercio hacia el neoclásico con los delicados, preciosistas, impecables Tres preludios: Lucie Barthélémy y Toby William los bordan. El bailado sobre la barra es de una precisión especular entre ambos bailarines que denotan un calmo y austero virtuosismo; pero es el tempo y el fraseo conseguido con la música lo que consigue elevar la coreografía de los tres movimientos.

El impacto que me produjo la coreografía del israelí Naharin, cuando la vi por primera vez, no ha decaído en absoluto. Al contrario, gana: por la tremenda y rotunda narración de su comienzo, y por la extraordinaria evolución que hace de la muerte -los campos de concentración-, a la vida -el baile final con el público-. Se ha dulcificado un poco, al cambiar el trágico vestuario a rayas, del ostinato del comienzo; pero su impacto y fulgor es el mismo. La versión es soberbia; se someten los cuerpos al extremo muscular violento, a la simetría, y a la liberación de la alegría. Apoteosis final, con un público entregado.