CRÍTICA TEATRO

Una vida robada. Autor: Antonio Muñoz de Mesa. Productora: Juanjo Seoane  (Madrid). Intérpretes: Asunción Balaguer, Carlos Álvarez-Novoa, Ruth Gabriel y Liberto Rabal. Dirección: Antonio Muñoz de Mesa y Julián Fuentes Reta. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Domingo 30 de marzo. Público: Tres cuartos de entrada.

Un Alzheimer para olvidar

El teatro testimonial, esto es, aquel que trata de reflejar en escena acontecimientos  políticos y sociales recientes, es habitual en el mundo anglosajón, pero no en nuestra escena, mucho más timorata de lo que pregona el cliché. En el Gayarre hemos visto ejemplos importados, como los dramas Nixon-Frost en 2010 y El proyecto Laramie en 2012, o Noviembre, de David Mamet, en clave de comedia, en 2009. Por eso despertaba de entrada interés una obra que tiene como eje central el robo organizado de bebés que se practicó en España durante las últimas décadas del franquismo y que ha provocado no poca alarma social. Una investigación dispersa ha abierto tumbas y removido archivos hasta destapar, a medias, un turbio e indecente negocio en el que se aunaban motivaciones económicas y espirituales con médicos y funcionarios que está por ver que acaben en la cárcel, y religiosas que ya nos explicarán los teólogos si entran al cielo.

Una vez vista Una vida robada, casi es mejor que las cosas sigan así. Es difícil ver tamaño destrozo en un tema con tanto potencial. Pensé por un momento en comparar el guión con los dramones de Echegaray o Leandro Torrado, pero sería muy injusto, porque aquellos autores hoy olvidados sí conocían la carpintería teatral y sabían apañar un libreto.

En la primera escena, una chica (que sabemos que busca sus orígenes) es contratada por un joven para que lea a su padre, un viejo médico enfermo de Alzheimer. La descripción de la enfermedad no tiene un pase: es inverosímil (lo confirman mis servicios secretos destacados en la sala, neurólogo incluido). Ni un mínimo trabajo de campo. Se perdonaría si la trama detectivesca tuviera interés, pero no: para la tercera escena el autor ya ha telegrafiado todo de los cuatro personajes, incluido que los jóvenes, ahora “follamigos”, son hermanos. Como los diálogos carecen de un mínimo ingenio cuando la chica “sonsaca” la información al viejo, la cosa se agota rápido. Así que, poco después, ella se derrumba ante tanta “tensión”, y, cuando eso también no da más de sí, al viejo le da por hablar, porque sí, porque hay que llegar al final y descubrir quién era la mamá y lo que le pasó (aquí ya radionovela total).

La obra está armada en escenas breves y la puesta en escena opta por la peor solución: fundido a negro y trajín de gente entrando y saliendo a oscuras en el escenario. Y esto hay que decirlo: un oscuro para cambiar de escena es siempre un fracaso del director. Es de teatro viejo, de puesta en escena jurásica, de no enterarse de por dónde va el teatro. Aquí se fracasa cada tres minutos. Con semejante guión, se podría haber optado por escenario no realista e hilar todo de otra forma, pero tampoco. La casa, por cierto, tenía salidas a la calle a derecha e izquierda.

Los dos intérpretes más veteranos, cuya clase está fuera de toda duda, defendieron su papel con coraje y profesionalidad, aunque fuera imposible dar a sus personajes un mínimo interés, porque sus motivaciones cambiantes nunca estaban justificadas. Los jóvenes van más justitos. Dan mejor en la pantalla. Termino como empiezo: en EE.UU. es imposible un reconocimiento si cualquier éxito en el cine no se acompaña de inmediato de otro incontestable en las tablas. Aquí, fama y estrellato se reparten más pródigamente.

POR VÍCTOR IRIARTE. Publicado en Diario de Noticias el viernes 4 de abril de 2014