CRÍTICA TEATRO

La dama duende. Autor: Pedro Calderón de la Barca. Productora: Faraute SL (Madrid). Intérpretes: Chema León, Antonio Escribano, Diana Palazón, Asunción Díaz, Raúl Tejón, Emilio Gómez, Alba Alonso, Paloma Montero y Diego Toucedo. Dirección: Miguel Narros. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Domingo 6 de abril. Público: Tres cuartos de entrada.

Narros en el recuerdo

La función se publicitó como el último montaje dirigido por Miguel Narros antes de fallecer, en 2013, y ese era motivo suficiente para acercarse a homenajear a un hombre capital en la historia reciente del teatro español. Y, efectivamente, nada más levantarse el telón ya se nota su mano en la escenografía –verticalidad, cierto gusto clásico en la decoración y complicación barroca en el uso de esos mismos espacios limpios, que se acomodan a distintas estancias dentro y fuera de la casa y en donde abundan trampantojos y pasadizos– y en el cuidado vestuario. También en la excelente ambientación musical y el mantenimiento de la costumbre de despedir la representación con un baile.

Sin embargo, la propuesta llegó capidisminuida, pues cinco de los nueve actores del reparto no estrenaron la función. Y se nota. No porque sean malos intérpretes, que no lo son (es reseñable comprobar la cantidad de actores bien preparados para recitar el verso áureo de que disfrutamos), sino porque, en general, a todo el reparto le falta magnetismo, lo que complica la conexión. Varios, en ese baile de papeles, no están tampoco en el tipo. Se necesita más vis cómica de la que marcan los diálogos en el gracioso Cosme y en el ridículo Don Luis, el hermano menor. Las carcajadas tardaron en estallar y fueron contadas. Don Juan, el hermano mayor, y las dos damas tienden a acompañar con gestos vehementes cada parlamento, en un afán de dar sentido al diálogo que ensucia la interpretación. Tampoco les ayudan los timbres de sus voces, poco dulces ellas y poco grave él, lo que resta presencia escénica a sus personajes.

La puesta en escena pecó de sucia y no ayudó la versión, voluntariamente erotizada. Los intérpretes se abrazan, se empujan y se golpean en exceso; los caballeros pellizcan a las criadas y soban a las damas a la que pueden y, entre hermanos, se hacen arrumacos impropios a esas edades (como subirse ella a caballito de él), con lo que se arriesga gratuitamente el código y pierde fuerza el sentido de la pieza. Es la represión sexual (por tanto la contención y no el exceso) lo que motiva a los personajes a actuar como lo hacen, y eso no se transmite bien.

No termino de entender la adscripción de La dama duende al subgénero de capa y espada, pues aquí no hay dos fantoches luchando por el amor de una dama, visto que se pelea poco y, además, sin un sentido claro de por qué se tira de espada. La veo como una canónica comedia de enredo del Siglo de Oro: las rígidas normas de comportamiento social no permiten a la dama cumplir sus deseos a buenas, así que se disfraza, engaña, manipula y seduce para conseguir su propósito. El espectador no ve amoralidad en ello, pues sabe que ella juega las únicas cartas de que dispone.

En esta versión, la cita del tercer acto de los protagonistas, él con los ojos vendados, queda confusa al no verse nítidamente que comienza en el exterior de la casa. Los oscuros para transformar el espacio escénico en las distintas estancias también lastran el ritmo de la función. No diremos que disfrutamos del mejor Narros, pero afortunadamente nos quedan en el recuerdo muchos montajes como para agradecerle eternamente su extraordinaria contribución a la renovación de nuestra escena.

POR VÍCTOR IRIARTE. Publicado en Diario de Noticias el miércoles 9 de abril.