Crítica teatral de Víctor Iriarte de «La lengua madre», con Juan Diego, publicada en Diario de Noticias
LA LENGUA MADRE. Producción: Triana / Pentación. Autor: Juan José Millás. Intérprete: Juan Diego. Dirección: Emilio Hernández. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: Domingo 20 de enero. Público: Lleno.
Mucho “sindiós”
Una sencilla mesa y una silla en el centro del escenario desnudo. Pisa la escena Juan Diego y nada más hacerlo se le caen los folios, lo que revela de entrada una fragilidad que enternece al público. Se arrodilla, recoge, ordena, se sienta y, en un nuevo gesto de debilidad, tose. Parece una señal porque, de inmediato, muchos espectadores aprovechan para toser también ellos, agradecidos por ese gesto solidario en este griposo enero. Comienza Juan Diego a hablar de las palabras, de su belleza y sentido, pero no han pasado tres minutos cuando se interrumpe. El actor confiesa en voz alta su asombro al encontrarse el teatro lleno para escuchar una conferencia sobre gramática. Una conferencia. Ha colado sutilmente la captatio benevolencia y queda claro que nadie pedirá hoja de reclamaciones.
Porque el público asiste a una conferencia, no a una obra de teatro stricto sensu. De hecho, desde la interrupción, se han encendido tenuemente las luces de sala para iluminar el patio de butacas, y así permanecerán hasta el final de la disertación. Y quien dicta la charla, un personaje del que nada sabemos –ni su nombre, méritos ni a qué se debe el placer– habla y habla, y provoca sonrisas y también carcajadas cuando alude al orden alfabético, que le obsesiona. Nada más arbitrario y, sin embargo, nadie lo ha modificado, nadie ha puesto la B antes de la A, la F como primera letra del alfabeto. “Ni Franco se atrevió”, ironiza. Coge el diccionario y busca. Culo y culpa van seguidas y tendrá su lógica alfabética, pero no sabemos si otra; y váter y vaticano, lengua y lenguado, capitalismo y capón, liberal y libre. Y sigue: “Abúlico es una palabra amenazadora, como casi todas las esdrújulas”.
Si nos ponemos estupendos, hay momentos en que el texto roza el auténtico “stand-up comedy” (lo que conocemos aquí como Club de la Comedia), ese espectáculo que consiste no en contar chistes sobre un escenario, sino en ver el lado gracioso a lo cotidiano, aquello que en el día a día nos pasa inadvertido. Pero no estamos ante una obra de teatro, aunque haya mucha teatralidad en La lengua madre, mérito entiendo que del director, porque Millás no es autor. Todo va cronometrado al milímetro. El personaje se va enervando: vivimos tiempos de catástrofe si en vez de capacidad de ahorro hablamos de capacidad de deuda, dice; si usamos desregulación por privatizar. Las palabras son “embajadoras” de la realidad, pero también llevan una doble vida. No hay que fiarse de ellas. Y recalca: “La lengua es un ecosistema que sufre con las agresiones”. Exactamente a los treinta minutos llega un primer gran punto de inflexión, al sufrir el personaje un rapto de enojo lo suficientemente vehemente como para que el público deje de toser: “A partir de cierta edad (…) comprendes que tu relación con el mundo la han provocado las palabras, el modo en que las escuchaste por primera vez, el daño que te hicieron y el esfuerzo que has hecho en digerirlas”.
Tengo a Juan José Millás por uno de esos literatos de obra prolífica que, aun entregados a la novela, dan lo mejor de sí mismos, y por eso serán recordados, quizá a su pesar, por sus artículos de prensa (como creo le pasa a Rosa Montero, Francisco Umbral, Manuel Vicent o Raúl del Pozo). Leí La soledad era esto, y también la vi adaptada al teatro, y no me dejó huella. Pero el placer de la columna semanal donde brilla su pluma afilada, el apunte cultista o la apostilla sutil, es impagable. La lengua madre lo transmitió muy bien. Millás milita en la izquierda educada; todo el público sabía de qué estaba hablando y a quiénes se refería. Pero de tan elegante que escribe, ni los mencionó. Y el teatro, no se olvide, es confrontación. Todo lo que le faltó al texto lo puso un Juan Diego irregular pero que disimuló con maestría varios errores. Se metió en el bolsillo a un público que pagó gustoso en aplausos la lección, porque dejó muy claro que decir “crecimiento negativo”, se pongan como se pongan, es un “sindiós”.
POR VÍCTOR IRIARTE. Diario de Noticias. Viernes 24 d enero de 2014
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