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El actor pamplonés Alfredo Landa falleció ayer en Madrid a los 80 años, después de haber trabajado en 120 películas y haber obtenido, entre otros, el premio a la mejor interpretación en el Festival de Cannes, dos goyas, y otro más de Honor, además de haber prestado su apellido a todo un género cinematográfico. Por landismo se entiende hoy las películas del género comedia realizadas en los últimos años del franquismo y el inicio de la transición, sin ninguna pretensión de calidad, que reflejaban los problemas y anhelos (fundamentalmente sexuales) del reprimido español medio.

Landa nació un día 3 del mes tres del 33, a las tres de la tarde, y en Madrid ha vivido durante años en el portal 3 de su calle. Nació en Pamplona y su familia –su padre era Guardia Civil, que hubiera querido un abogado en casa- se trasladó a San Sebastián siendo él niño. En Donostia descubrió la interpretación, en el Teatro Español Universitario. “Recuerdo un día, volviendo de noche a casa después del ensayo, que empecé a repetirme sin parar: ‘Yo tengo que ser cómico, tengo que ser cómico”. Pero su madre no quería saber nada de cómicos. “Yo avisé a mi madre: ‘Mamá, si no me dejas irme, me quedo y acabo la carrera de Derecho, pero si a los 40 años soy un infeliz, te echaré la culpa a ti”. Así que con 7.000 pesetas y una carta de recomendación para el director del Teatro Nacional de Cámara -“tras haber ganado el premio nacional al mejor actor en el TEU”- se metió en el tren rumbo a Madrid en 1958.

En Madrid escaló poco a poco en el mundo del teatro, un universo bullicioso, pero de hambre y mucha cutrez. José Sacristán lo recuerda: “Yo al landismo le tengo mucho respeto, y a Alfredo Landa más. Yo era el meritorio de la compañía titular del teatro Infanta Isabel y él ya estaba allí. Él ya había hecho Nacida ayer, que había sido previamente incluso una gran película. Ya tenía nombre. Yo defiendo el landismo y sus alrededores. Con el tiempo la gente ve que Landa es un actor inmenso, inmenso. Sin ponernos exquisitos, hay que poner las cosas en su sitio y hacer justicia: para mí el landismo era que me sonara el teléfono, comer, trabajar…”.

En una de esas salas, el Teatro María Guerrero, captó la atención del director José María Forqué. «Forqué y Pedro Masó se fijaron en mí en el María Guerrero donde estaba haciendo Eloísa está debajo de un almendro, de Enrique Jardiel Poncela. Masó le preguntó a Forqué: ‘Oye, ¿quién coño es el bajito ese, que no le conozco de nada?’. Forqué cogió el programa y le dijo: «Uno que se llama Alfredo Landa». Y tres días después me soltó Pedro Masó: ‘Bueno, usted va a empezar en el cine por la puerta grande», con 10.000 pesetas por tres semanas. Así debutó con Atraco a las tres en 1962 junto a consagrados como José Luis López Vázquez y Gracita Morales.

A Landa siempre le encantó la comedia: «Esa chica tiene una mirada que no la tiene nadie. Es el género mejor, el más importante, también el más difícil. Yo estrené 40». Sacristán decía algo parecido: «Siempre ha existido una mirada por encima de mucho pijo, de mucho indocumentado sobre la comedia. Yo no tiro nada, y leí hace poco revistas de cine de hace cuatro décadas con críticas de llamémosles ilustres que crujían aquellas películas y nos ponían de vuelta y media. Y ahora venga a reivindicar. Salvando las distancias, Preston Sturges ha contado más cosas de nuestra sociedad que Francesco Rossi». No fue Landa quien inventó el término, pero desde luego siempre se enorgulleció de él: «Yo no creé esa palabra, pero estoy agradecidísimo al tío que la ideó. Lo asumo, lo asumo. El landismo ha marcado y, aunque muchos se han referido a él peyorativamente, hoy se habla de él como un fenómeno de la sociedad», afirmaba. Ahí estaba el españolito compungido, el superviviente pillo ante la supremacía extranjera, el tipo que hacía dinero con el pelo en pecho y que ante una sueca intentaba demostrar un don de lenguas y una hombría imposibles. Y Landa se metía ahí, con su ritmo sincopado, con su fluidez natural para declamar sus diálogos, para hacer creíble cualquier chorrada que le hubieran escrito.

Y sí, el cine le amó con locura, pero él amó al teatro: llegó a interpretar dos veces al día Ninette y un señor de Murcia, y lo compaginaba con el rodaje del filme de Fernán Gómez sobre la obra. El escenario lo dejó en 1977 con el musical Yo quiero a mi mujer.

Del landismo destacan Cateto a babor, No desearás al vecino del quinto, Vente a Alemania, Pepe (una comedia con un personaje tristísimo como protagonista), El arte de casarse, Los subdesarrollados, Una vez al año ser hippy no hace daño, París bien vale una moza, Las leandras, Cuando el cuerno suena...

Y el misil Landa seguía ahí: «Sí, soy visceral, y tengo mala leche de vez en cuando. Pero me enfado poco, aunque en el cine me cabreaba muy bien». Tendría carácter, pero más aún talento. En 1976 entra en el drama con El puente, de Juan Antonio Bardem. De repente, algunos empiezan a descubrir lo que para otros era obvio: Landa era un actor grande, inmenso, intuitivo pero dúctil. Y llegó José Luis Garci, con Las verdes praderas, El crack, El crack II, Canción de cuna… Su German Areta de El crack es modélico. Pero su Paco el bajo de Los santos inocentes es doloroso, nacido desde las entrañas, desde un sitio al que empezó a recurrir en sus últimas décadas de trabajo. En Cannes obtuvo junto a Paco Rabal el premio a la mejor interpretación. Es tiempo de películas como La vaquilla, de Luis García Berlanga (al inicio de su carrera ya había aparecido en El verdugo), Tata mía, El bosque animado, La marrana (por estas dos películas de José Luis Cuerda obtuvo sendos Goya), Sinatra, El río que nos lleva, y sus últimos trabajos con Garci: La luz prodigiosa, Historia de un beso y Tiovivo c. 1950.

Luz de domingo fue la última y con ella decidió retirarse. «Un día vi en un programa de televisión a alguien a quien yo admiraba mucho, y le vi mal. Y me cacé diciéndole a la televisión: ‘Retírate, hombre’. Y me volví y me dije: ‘Bueno, ¿y tú qué?’. Y me miré al espejo y me dije: ‘Pues tengo que pensarlo». Fue candidato al Goya al mejor actor la misma noche en que recibía el premio de Honor. Al recoger el galardón, en mitad de su discurso, se ofuscó: «Me levanté. En la pantalla empezó a desfilar toda mi vida, todas mis películas. Salieron a recibirme Pepe Sacristán y Miguel Angel Rellán, aplaudiendo. Al darme la vuelta vi a 3.000 personas puestas en pie, aplaudiendo también. Y perdí el control de mis nervios. Lo que me pasó allí arriba no me había pasado jamás, no me venían las palabras».

Su salud fue a peor, los médicos le quitaron sus dry martinis -«Hago el mejor el mundo»- y sus gin tonics. «A veces me he puesto a considerar mi vida y me he preguntado: ‘Y si no hubieses sido actor, ¿qué coño habrías sido?’. Y me he contestado: ‘¡Habrías sido un gilipollas!».

 

Añado el ARTÍCULO DE MARCOS ORDÓÑEZ, autor de su biografía: Alfredo el Grande. Vida de un cómico.

Cuesta embutir a Alfredo Landa en una necrológica: la desborda, como desbordó el libro que hicimos juntos, como desbordaba su vida. Es obligada figura de género contar el primer encuentro. Fue, acorde a la ocasión, en un restaurante vasco especializado en angulas, y bajo los auspicios de Pérez-Reverte. Cada uno iba para saber cómo era el otro. Landa quería saber si yo era de fiar, y yo quería comprobar si era verdad lo que me habían dicho: que era un narrador cojonudo. Allí estaba, sentado en una mesa del fondo como un capo di tutti capi, la espalda contra la pared, la sonrisa abierta, y aquella mirada capaz de radiografiar el vuelo de una mosca. Irradiaba bonhomía, autoridad, y también peligro: no podías descuidarte. Pensé en la enorme lástima de que Landa no supiera inglés y David Chase estuviera tan lejos, pero don Alfredo («Nada de don: Alfredo, por favor») no quería saber ya nada con las cámaras, y hablaba en serio. «Retirado, estoy re-ti-ra-do», repetía, como un campanilleo.

Había hecho mucho, muchísimo; había ganado montones de premios y dinero, pero pese a los constantes reconocimientos bullía en él un fondo de amargura: le habían perdonado demasiadas veces la vida, como casi a todos los grandes de su quinta, y seguían perdonándosela todos aquellos que le consideraban exclusivo protagonista del «cine de suecas», como si no hubiera hecho otra cosa, como si hubiera sido el único actor que hizo películas alimenticias, de las que tampoco renegaba, y hacía bien, porque en la mayoría, y eso es constatable, ponía el mismo empeño y el mismo talento que en sus piezas mayores. Las piezas mayores (Los santos inocentes, La vaquilla, los Cracks, El bosque animado, Canción de cuna, y tantas otras) están en la memoria de todos, pero yo quiero reivindicar ahora grandes trabajos insuficientemente valorados como No disponible, Paco el Seguro, Tata mía, Cateto a babor, Vente a Alemania, Pepe; El río que nos lleva e Historia de un beso, y la serie Tristeza de amor, o el Marcelino Pan y Vino de Comencini, y cierro la espita porque si sigo no paro.

Era un hombre mercurial, de extremos, a muerte siempre con sus amigos, y también capaz de desdenes glaciales y cóleras repentinas y volcánicas. Cuando salió Alfredo el grande, su libro de memorias, a algunos les sentó fatal que dijera lo que pensaba y sentía de tirios y troyanos, y se agarraron a los varapalos para inflarlos y hacer sangre, pero no hablaron de los incontables a los que trataba más que bien, con tanta pasión como generosidad. Landa no se maquillaba, no se disfrazaba: iba siempre de frente y por derecho, y eso se paga. No era, desde luego, un tipo fácil de tratar, pero fue uno de los personajes más apasionados y apasionantes que he conocido. Y, por cierto, preparaba los mejores martinis que he tomado nunca.

Se desvivió por mí. Me llevó a sus lugares sagrados, en Madrid y San Sebastián. Era imperativo que yo conociera tal sitio, probara tal plato, bebiera tal vino. Se desvivieron él y su mujer, la no menos extraordinaria Maite Imaz. (Un abrazo enorme, Maite, y mucho ánimo). Fueron horas y horas de risas y sabiduría en la terraza de la calle del Comandante Franco, y luego en el piso de la calle Fuenterrabía, y ahora hay ya, en mi memoria, un Madrid de Landa, desde aquella churrería de Legazpi donde tomaba porras mojadas en chinchón, de madrugada, con Patrick Dewaere, a la invicta y diminuta cafetería Grignolino de la calle del Príncipe, a cuatro pasos de la Comedia, sede y refugio último de sus correrías con Ricardo Merino, o aquel piso cerca de la plaza Castilla, recién llegados Maite y él a Madrid, cuando Alfredo se levantaba por las noches para abrir la nevera y maravillarse de que siguiera encendida la lucecita, y tantos parajes y esquinas donde pervivirá su memoria con tanta o más fuerza que en sus películas.

Era un hombre visceral pero en absoluto «primitivo», como pedía el cliché, un cliché que le reducía (y que también él solía fomentar, para que no le dieran la lata) a paradigma de la campechanía. Landa miraba mucho, analizaba mucho, y no paraba de darle vueltas a las cosas para saber como estaban hechas. No tuve la suerte de verle en escena. Su época teatral fue, fundamentalmente, los primeros sesenta, con la gran compañía de José Luis Alonso en el María Guerrero, desde la Eloísa de Jardiel hasta Los verdes campos del Edén de Gala, pasando por Los caciques y La loca de Chaillot. Luego vino el enorme éxito de Ninette y un señor de Murcia, de Mihura, que llegó a hacer tres veces al día: las dos funciones y el rodaje de la adaptación de Fernán-Gómez. Adoraba el teatro y se formó en él, pero el cine era más rápido y pagaban mejor, así que empezó a enlazar película tras película y solo volvió a las tablas muy de tarde en tarde: se despidió en 1977 con Yo quiero a mi mujer, el musical de Michael Stewart y Cy Coleman.

Sabiduría, he dicho antes. Mucha, y siempre sin afectación. Grandes lecciones que no lo pretendían. «Hay que oler el personaje. Sentirlo, estudiarlo, y lanzarse a hacerlo. Por la vía del sentimiento y de la intuición, pero también con la cabeza. Luego hay que colocar bien, y con verdad. Tener compás también ayuda. Eso se tiene de nacimiento o fijándose mucho. Pero lo más difícil es hacer que parezca fácil». Su lema podría haber sido aquella frase memorable de Spencer Tracy, uno de sus héroes: «Actuar está muy bien siempre que no te pillen haciéndolo». Mi historia favorita de Landa no está en el libro: me la contó, la noche de la presentación, su hija Ainhoa. Cuando le encomendaron el rol de Sancho en el Quijote televisivo, Landa se obsesionó con el burro. Decía: «Yo sé cómo trabajar con otros actores, pero nunca he trabajado con un animal. Y este no es un animal cualquiera: este burro va a ser la mitad de mí, porque me pasaré media serie montado en él. Tengo que hacerme amigo suyo, tiene que parecer que llevamos juntos toda una vida». Empezó a darle vueltas y más vueltas al asunto, a averiguar si los burros comen alfalfa o zanahorias, lo que hacen y dejan de hacer, y luego pasó horas con él, montándolo, dándole un caramelo de eucaliptus a cada toma, como premio. Y así salió aquella portentosa interpretación, pero si le decías que Pacino se pasó un mes en una comisaría para hacer Serpico decía que eso eran tonterías y que los americanos eran muy raros.

La penúltima hora es la de los malos recuerdos: el maldito ictus, la reclusión mayor, el silencio. La imagen de Landa aprisionado en una silla de ruedas era algo inconcebible. Hablábamos por teléfono, porque no quería ver a nadie o a casi nadie: a los más íntimos. Luego las conversaciones se adelgazaron, se espaciaron, porque el agujero negro crecía. Los pocos días en que le pillé animado hablaba de un singular proyecto que le había armado Garci: El crack 3. «La idea es esta: Germán Areta, viejo y jodido, se ocupa de un nuevo caso desde su despacho, sin levantarse de su silla de ruedas. ¿Qué te parece?».

«¿Qué me va a parecer, Alfredo? Me parece de puta madre. Tienes que ponerte con eso ya, pero ya».

Costaba creer que Landa ya no iba a levantarse de aquella silla.

Todavía me cuesta más aceptar que Alfredo esté corriendo ya por las verdes praderas.