Ballet de Leipzig. Director: Mario Schröder. Programa: La Gran Misa de Mozart. Música de W.A.Mozart, G. Kurtág, Arvo Pärt y Thomas Jahn. Poemas de Paul Celan. Coreografía: Uwe Scholz. Programación: Ciclo del Baluarte. Lugar y fecha: Auditorio principal. 19 de febrero de 2013. Público: Casi lleno.

Entre lo sagrado y lo profano

El glorioso y sobrecogedor -ambos calificativos a partes iguales- espectáculo ofrecido por el conjunto de Leipzig tiene vocación de espectáculo total, en el que la música, la danza clásica-neoclásica, la contemporánea, el texto y los demás efectos teatrales se ponen al servicio de una narración que parte de la noche del 19 de abril de 1970, en la que el poeta Paul Celan se arrojó al Sena. «Y te llevó antes de tiempo…», leemos en los supratítulos de uno de los poemas. La soberbia y premiada coreografía del también desaparecido prematuramente Uwe Scholz se basa en dos extremos de absoluto contraste: la belleza neoclásica que pone danza a La Gran Misa de Mozart, y la investigación contemporánea del movimiento sobre la música de Kurtábg-Pärt-Jahn; la esplendorosa luminosidad de Mozart, y el taciturno ambiente del Lugar y Tiempo de Jahn; el blanco y el negro del vestuario; lo sagrado y lo profano, de difícil definición de sus límites; la desesperación y la redención. Ese extraordinario contraste que sorprende al espectador y lo deja pensativo, es, sin duda, la gran baza de este trabajo. Pasar del negro al blanco, deslumbra. Pasar de la Gloria a la vida terrenal, nos inquieta.

A primera vista, la parte mozartiana parece llevarse el bocado del león, y, efectivamente, es de una belleza que inunda, que se te da sin esfuerzo, como una postal de atardecer. Pero, a mi juicio, la parte oscura es, por lo menos desde el punto de vista coreográfico, más interesante; por ejemplo, los pasos elaborados por Scholz en las miniaturas sobre la música abstracta de Kurtág son de esos hallazgos que perduran en el tiempo.

El gran director de cine Michael Haneke, que estos días lleva al Real la dirección escénica de la Cosí fan tutte de Mozart, dice: «Ante Mozart sabes que vas a fracasar, la cuestión es saber a qué nivel». Ciertamente, siempre lo hemos dicho: meterse a coreografiar a Mozart es muy arriesgado. Pero Uwe Scholz sale airoso porque, como buen músico, lo que propone es el seguimiento literal de la partitura a través de sus bailarines, a los que asigna el rol de los solistas, tanto vocales como instrumentales; y del coro, dividido según las distintas cuerdas. Los aficionados a la música disfrutaron sobremanera con este concepto. Pero el coreógrafo no se conforma con esa visualización literal de la partitura -muy evidente en las fugas-, sino que busca el espacio sagrado donde alojar lo que está compuesto para una catedral.

Después de una introducción de música gregoriana, austera y recogida, el Kyrie arranca con el cuerpo de baile apiñado y dibujando simetrías con los brazos. El escalofriante solo de soprano del Christe está tejido en la danza por la bailarina solista, con adorno de pasos al unísono de las vocalizaciones, y con un bellísimo juego de brazos en el cuerpo de baile que simula la fachada de tubos de un órgano. El Gloria describe la alegría de las distintas cuerdas del coro: bailarines y bailarinas se apropian de las sopranos, contraltos, tenores y bajos. En el Laudamus surgen las primeras puntas y un delicioso paso a tres en pareja que acompaña a la solista. El Gratias es un solemne retablo del tutti del cuerpo de baile. El Domine Deus un delicadísimo dúo de las dos sopranos-bailarinas. El Qui tolis un obstinado canon procesional sobre una cruz de San Andrés, iluminada en el suelo: uno de los momentos más profundos de la obra, a pesar de su aparente sencillez. Y el Quoniam un paso a tres entre dos bailarinas y el tenor, para retomar el tutti en la fuga del Amén, con las clarísimas entradas y salidas de las voces-bailarines.

Radicalmente pasamos al negro: a la incertidumbre, a cierto caos, incluso a pasajes violentos y espasmódicos en los bailarines. Hay diversas lecturas en toda esa desolación. La primera se da sobre la música inspirada en J. S. Bach como principio de todo, también de la danza; la coreografía es matemática y casi de un academicismo de ensayo en la barra. Está muy bien realizada por los bailarines, tanto en los conjuntos, como, sobre todo, en los solos que van desfilando en cuadros mínimos de duración, pero de una precisión entre música y movimiento admirable. El sobrecogedor Credo de Pärt es de un dramatismo acentuado en el cuerpo de baile, que, sin embargo, aun en el caos, se aplaca un poco con la espléndida simetría. Y, de repente, todo vuelve al resplandor de la simetría del presbiterio, de la liturgia pascual y luminosa, con el fragmento del Credo que compuso Mozart, con el Sanctus y la magnífica fuga del Hosanna, de nuevo solfeada impecablemente por los impecables cuerpos de los bailarines.

El final, también es de contraste. Después del cuarteto del Benedictus y del da capo del Hosanna, que nos hubieran dejado en la luz. La compañía, ya de calle, se sienta en el escenario, huérfana del poeta, y también de su director y coreógrafo Uwe Scholz. Suena, de nuevo el Kyrie: «Señor ten piedad…». Hemos asistido a una impresionante búsqueda del Absoluto.

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