Titánic. Dirección: Frédéric Flamand. Coreografía del propio Flamand con música de Dvorák, Ives, Schittke, Goubaïdoulina y otros. Programación: Temporada de la Fundación Baluarte. 11 de enero de 2013. Sala principal del Baluarte. Casi lleno.

El famoso viaje sin retorno del Titanic, del que hemos tenido excelentes versiones cinematográficas, exposiciones (vista aquí en el propio Baluarte), y todo tipo de artículos y análisis, nos llega ahora en la versión coreográfica de F. Flamand. Hay que decir, en primer lugar, que se nota que Flamand es profesor en la escuela de arquitectura de Venecia, porque lo que más impresiona de su mirada coreútica sobre la trágica historia es el espectacular y sólido protagonismo de sus decorados arquitectónicos, que nos remiten a la grandiosidad del trasatlántico, y casi se imponen al trabajo meramente coreográfico con los bailarines. Flamand, por otra parte, considera a la danza como la «arquitectura del cuerpo», y, en este caso, en el baile, predomina el movimiento un tanto duro e industrial, y los bailarines, a menudo, interaccionan con aparatos -carretes de bobinas- que acentúan ese fragor obrero. La narración de los acontecimientos -salvo algún simbolismo un tanto confuso, como el del boxeador- se sigue muy bien, y los episodios, desde los trabajos portuarios, hasta el último divertimento de las neveras, están contados con fuerza y belleza. Los audiovisuales sirven a la escena, no se la tragan; están dosificados y preludian lo que sucede en el escenario, que, al presidirlo el potentísimo módulo del barco, nunca desmerece de lo visto en pantalla. La unidad y la fluidez de las escenas son extraordinarias y fundamentales para que la función no decaiga.

El primer cuadro refleja el febril trasiego portuario. La coreografía es unisex, hombres y mujeres no se distinguen en su danza potente, e incluso acrobática, de este número, que termina con una hermosa imagen de todos despidiendo al barco: el coreógrafo se sirve del sistema de señalización marinos. Ya en el barco, con una transición muy bien solucionada, el coreógrafo se servirá de la barandilla para doconstruir los ejercicios de barra que ejecuta todo bailarín, creando un paso a cuatro -tres bailarines y una bailarina- francamente delicioso. Durante toda la obra habrá detalles de este estilo que, o bien remiten al clásico -como las extraordinarias puntas de la bailarina solista en lo alto del barco-, o bien, nos recuerdan, en medio de la escena más elegante, ese movimiento dubitativo en los bailarines, propio del balanceo del barco.

La escena en primera clase, es luminosa, mediterránea, marsellesa de luz -diríamos-, elegante e, incluso, con toques de humor, al convertir los sombreros de las señoras, en platos en manos de los camareros, en una excelente puesta en escena, que describe el lujo con elevaciones y pasos a dos neoclásicos, muy apropiados para ese ambiente. Lujo que queda arrasado por un fuerte viento helado que presagia el choque. Este está encomendado al scherzo de la sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák. Se baila en lo alto del barco. No es una coreografía complicada, pero resulta hermosa y eficaz, y todo un símbolo de la frustración que significará no llegar a ese Nuevo Mundo.

A partir de aquí la obra toma unos derroteros más simbolistas. A excepción de la escena del ballet en la sala de máquinas, todo lo demás se mueve en las consideraciones personales sobre el hundimiento. El coreógrafo se explaya en escenas íntimas, como la serenidad de la noche a pesar de la tragedia: es un momento también de gran belleza, con protagonismo de las luces -muy bien manejadas durante toda la representación- y un clima de última calma que propicia la música minimalista. Como contraste, se nos muestra una extravertida y fogosa danza en la sala de calderas, con el elemento masculino como protagonista. Quizás, en este número, a una formación de ésta categoría le hubiéramos pedido más exactitud en algunos pasos planteados como simétricos. En estos episodios es donde se desarrolla la vuelta al clasicismo de las puntas, y, de nuevo, los detalles de la situación dibujada en los cuerpos, con un baile un tanto acuoso, de sumergimiento, y explícitas plataformas en forma de columpio. Todo haciendo referencia al estado de las cosas. Un número de baile de las chicas -único del elemento femenino a solo- da paso a la presencia visual del iceberg del que el coreógrafo salta, por lejana analogía, a las neveras. Un número en el que los bailarines son sustituidos -incluso engullidos- por siete frigoríficos. Es la metáfora, entre trágica y cómica, del predominio de la técnica. Se baila un tango interpretado al clavecín, su sonido cristalino es muy apropiado.

Un bello espectáculo en su totalidad, bastante original. Algo engullida la danza por el propio tema y su formidable estructura. El público aplaudió con corrección, no demasiado.

Teobaldos en Diario de Noticias de Navarra