A la salida del Teatro Gayarre, ayer, hubo quien echaba pestes de lo que había visto y quienes salían satisfechos por el espectáculo programado dentro del Festival Otras Miradas, Otras Escenas. Buenos aficionados que descalificaban radicalmente cada aspecto del montaje junto a quienes lo aplaudimos vivamente. ¿Qué pasó?
En primer lugar, que la propuesta El bazar de la langosta no se entendía, a pesar de que la traducción simultánea era muy buena; después, el esfuerzo para seguir la historia y a los actores, que no paraban de moverse por todo el escenario. A mí, sin embargo, no me pareció un montaje lejano, abstracto… Hasta me sugirió coincidencias con ese interesantísimo Construyendo a Verónica que vimos hace unas semanas: una historia con muerte que también sucedía en una playa y (aquí) cinco versiones distintas, dadas por cada uno de los personajes, lo que obliga al espectador a tomar la responsabilidad de construir él mismo la realidad que se le presenta parcial. Ya ven ustedes qué bacile el mío ayer en el patio de butacas.
Me encantó el espectáculo del grupo belga porque lograba transmitir la angustia desgarradora, atroz, brutal y seguramente más terrible que puede vivir un ser humano: la que siente todo padre que ha perdido a su hijo. Eso era lo que había que entender, o mejor dicho, sentir. Daba igual si el hijo murió a golpes en la playa, en un incendio en el hospital tras un año en coma o cuando el padre autorizó a que se le desconectara el aparato que le permitía respirar. ¿Por qué? Porque da igual. Porque hay que seguir la metáfora que nos propone el creador del espectáculo, no la frase textual. Un padre puede entender que dejó morir a su hijo cuando éste desaparece bruscamente de su vida, o considerar mayor catástrofe que un incendio arrasador la decisión de pulsar un botón…
A partir de ahí, había que dejarse llevar y creo que era fácil de entender la propuesta tal como se planteaba escénicamente: eran personajes reales pero lo que contaban no eran realidades, sino los sueños (más bien pesadillas) de cada uno de los personajes, lo que daba ese aire onírico al espectáculo. Personajes, por cierto, íntimamente desgarrados. Así se entiende que hable y cante un oso en un momento dado (porque es la imagen onírica concatenada del chófer, que es ruso, que se asocia al imaginario colectivo del oso ruso, que se presenta en escena como el oso, etecé, etecé). Y luego había que entender que se contaban cinco historias, pero en cada una de ellas los personajes que no participaban directamente en la versión seguían contando, por su cuenta, su propia historia (en ese caso, coreografiada), de ahí que se movieran en segundos y terceros planos, con momentos bailados de gran belleza, aunque provocaban tensión en el espectador, que tenía que mirar demasiadas cosas a la vez.
Además, me gustó la propuesta, tan teatral por antiteatral. En general, había poco diálogo y mucha narración en tercera persona, en proscenio, directamente a los espectadores: casi siempre era el mismo personaje femenino quien contaba lo que pasaba a cada personaje de la historia… Y eso se mezclaba con canciones muy tristes (que a mí me llegaron, aunque otros decían que eran flojitas). Y puede que cantaran mal (que a mí no me lo pareció, pero mi oído es penoso, lo reconozco), pero contribuían a crear ese «antimusical», nada complaciente, tan antidisney, tan alejado de los que programa la Gran Vía madrileña. El aire popero de la puesta en escena y el vestuario (tan light, tan decadente) permitía todavía un contraste mayor ante las cosas terribles que se decían: la niña prostituta de 14 años, la muert del hijo, los reproches del matrimonio.
Es decir, que me pareció un gran montaje, como se lo pareció al público de Avignon, quizá más acostumbrado a un teatro cubista, donde al espectador le llegan los planos fraccionados, descompuestos, con perspectivas diferentes que luego él debe unir.
Y un texto, por cierto, bellísimo, muy literario, sugerente y evocador. Y hasta un notable sentido del humor en algunos momentos, varios a propósito del crustáceo que da nombre al espectáculo, y que ya vimos que fue lo único mal traducido. Sentido del humor belga que, después de lo visto en esta segunda edición del festival, me da la impresión de que es como su chocolate: mucho mejor cuanto más negro y más amargo.