Mi admirado Marcos Ordóñez ha abierto blog en El País, y lo hace con un comentario de homenaje a uno de los grandes guionistas y creadores de series de TV, Aaron Sorkin (El Ala Oeste de la Casa Blanca).

Aquí va la dirección del blog y, debajo, el artículo inaugural.

http://blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/2012/01/necesitamos-a-aaron-sorkin-mas-que-nunca.html

Quiero comenzar este blog invocando el espíritu de Aaron Sorkin. Mientras espero (contando los meses) el estreno de The Newsroom, su nueva serie televisiva – esta vez con el marchamo de la HBO – que, si nada se tuerce, se estrenará el próximo verano, he vuelto a ver los 22 episodios de Studio 60 on Sunset Strip, quizás su trabajo más autobiográfico. No fue fácil verla en su día: tras un piloto que recibió una acogida entusiasta y unos índices de audiencia en ascenso, Studio 60 comenzó a caer en picado a mitad de su emisión. LaNBC la paró a la mitad y solo la presión de su indomeñable club de fans permitió que se emitieran los episodios que habían quedado en la nevera. pero la cadena no renovó su contrato para una segunda temporada. Sobre el parón y el cierre hay versiones encontradas y no me extenderé acerca de eso. Unos (la cadena, sobre todo) decían que la serie era muy cara, aunque casi toda se desarrollaba en los interiores del plató donde se rodaba el programa titular. Otros (la cadena y algunos críticos) decían que no era tan interesante la trastienda de un late show como las de un programa deportivo (Sports Night, la primera serie de Sorkin) o, por supuesto, la de la Casa Blanca (El Ala Oeste). También hubo quien dijo que era “demasiado sofisticada para el gusto americano”. Sofisticada e incluso insultante: un crítico (de The Tuscaloosa Star o un diario parecido) manifestó estar harto de personajes tan brillantes, tan ingeniosos y de un coeficiente mental tan elevado. Comprendo que eso pueda irritar: las criaturas de Sorkin son tan excesivas como él. Hablan demasiado, se mueven demasiado, piensan demasiado. Para alguna gente, desde luego.

Para mí, volver a ver Studio 60 (al fin editada en versión original) ha sido una inmensa alegría, una inyección de felicidad. Y de rabia creciente, porque las razones de su clausura me siguen pareciendo una considerable injusticia: el nivel general de la escritura era extraordinario, el reparto era sensacional, te partías el pecho de risa y te emocionabas, y contaba con tres o cuatro episodios – curiosamente dobles: The Nevada Day, con una intervención suprema de John Goodman, y The Harriet Party, a mayor gloria de la enorme Sarah Paulson, una actriz a venerar – que eran verdaderas obras maestras. Pero había más, mucho más: fundamentalmente, lo que en la época de los cine-clubs se llamaba “el mensaje”. Ese mensaje comenzó (al menos para mí) en Sports Night.

Me había gustado mucho su guión de Algunos hombres buenos, basado en su primera obra teatral, aunque no descubrí realmente a Sorkin hasta Sports Night, que aquí emitió Paramount Comedy a finales de los noventa. Mi interés por el mundo del periodismo deportivo era un tanto limitado, pero allí descubrí que ese no era el tema. El tema de Sorkin – Jehová le bendiga y le colme de bienes – es siempre el mismo, y es un gran y noble tema: la fuerza del equipo.

Sorkin es un revolucionario porque cree en los valores  humanos – la lealtad, el talento, la fuerza y el coraje – y porque no le avergüenza defenderlos: no en vano el gran William Goldman (el padre de Dos hombres y un destino, de Todos los hombres del presidente, de La princesa prometida) fue su principal mentor.

Llevamos demasiado tiempo aceptando que explorar el lado oscuro de la gente es mejor que celebrar sus cualidades. Nos parecen (o les parecen a algunos) muy lúcidas y muy brillantes las novelas, las películas, las obras de teatro o las series que nos dicen que la vida es un asco y que acaba mal. Ya sé que acaba mal, pero no estoy de acuerdo en que solo sea un asco. En términos estrictamente narrativos eso es un coñazo: no es interesante pintar con un solo color. Por eso me desenganché de una serie como The Shadow Line, de la BBC: tal como la iban dibujando sus autores ya sabía que aquello iría directo al infierno sin remisión posible.

Tampoco es que Sorkin se chupe el dedo. Sus personajes no son angelitos y han de luchar contra sus propios demonios (las drogas, las borracheras de poder, las decisiones peligrosas, las carencias emocionales), entre otras cosas porque toda narrativa digna de ese nombre exige conflicto y claroscuro. Claroscuro, no tiniebla absoluta. Lo interesante, lo realmente nuevo, es que Sorkin no nos habla de un mundo estrictamente real sino de un mundo posible. Todos hubiéramos votado sin dudarlo al presidente Bartlett si se hubiera presentado a unas elecciones, pero en Estados Unidos ganaron los Bush por partida doble. Lo que nos decía Sorkin en El Ala Oeste (y en todas sus ficciones seriales) es que las cosas podrían ser de otra manera si formáramos una banda y nos enfrentáramos a los cobardes, a los mezquinos, a los muertos vivos que se empeñan en repetir que la batalla está perdida porque así ganan su guerra. Las series de Sorkin son auténticas balas vengadoras: contra el tedio, contra la apatía, contra el “no hay nada que hacer” y “las cosas van a seguir igual”.
En El Ala Oeste, una banda de creyentes en un futuro mejor trataba de hacer realidad aquel Camelot que ni los Kennedy lograron conseguir. Bueno, los Kennedy tampoco estaban muy dotados para ello. Ni los Padres Fundadores: no habían visto la serie.
¿Y qué es lo que nos enseñaba Studio 60? Exactamente lo mismo, pero en otro entorno.

William Goldman no parece ser el único maestro de Sorkin. Pienso ahora que Studio 60 habría fascinado a Howard Hawks, otro firme creyente en el espíritu de equipo. De eso van sus mejores películas, desde Sólo los ángeles tienen alas hasta Hatari!: un grupo de hombres y mujeres empeñados en conseguir algo juntos. Y divirtiéndose, a ser posible. Por encima de todo, son auténticos profesionales, esa palabra tan desacreditada, tan vilipendiada: gente que ama su trabajo y trata de hacerlo lo mejor que sabe. Que sigue creyendo que su trabajo es importante. Los hombres son hermanos de sangre. Y las mujeres… bueno, a las mujeres hay que echarles de comer aparte. Fuertes, listísimas, divertidas. Y tremendamente atractivas , o sea, con la belleza que algunas mujeres irradian cuando son fuertes, y listísimas, y divertidas. Mujeres hawskianas: mitad Rosalind Russell en Luna nueva, mitad Paula Prentiss en Su juego favorito. Es decir, mujeres shakesperianas, que saben latín y se ríen de la luna, como la Rosalinda de Como gustéis o la Beatrice de Mucho ruido para nada.

En el piloto de Studio 60, el viejo director de unlate show de comedia (un indisimulado trasunto de Saturday Night Live) se enfrenta a la mayoría puritana de los nuevos amos de la cadena y les canta la caña en directo, como Peter Finch enNetwork. Le echan a patadas, por supuesto, pero hay que salvar el show. Y para salvar el showentran en escena la productora Jordan McDeere (Amanda Peet: decir “deslumbrante” es quedarse muy corto) y rescata a dos genios aparcados por la empresa: el guionista Matt Albie (Matthew Perry, demostrando – ¡y cómo! – que hay vida después de Friends) y su colega, el productor Danny Tripp (Bradley Whitford: luego les cuento), en el dique seco desde que dio positivísimo en un control de coca. Albie y Tripp son, obviamente, las contrafiguras de Aaron Sorkin y Thomas Schlamme, que ya dirigió y produjo las mejores temporadas de las aventuras del clan Bartlett. Y si existe alguna productora parecida a Jordan McDeere, se ruega clonación inmediata. Los tres (y luego cuatro, y cinco, y diez, y quince) montan equipo y, sorteando innumerables escollos, consiguen reflotar a lo grande un barco a la deriva. ¿No es eso lo que queremos ver? ¿No es eso lo que necesitamos ver? Por eso es tan urgente el retorno de Aaron Sorkin.
The Newsroom, su próxima serie, parece que será un cruce entre Sports Night y Studio 60: la trastienda de un canal por cable bastante parecido a HBO. Una vez más, intuyo que el medio será lo de menos. Los protagonistas serán Jeff Daniels, Emily Mortimer, Alison Pill y el veterano Sam Waterston, a quien había perdido la pista desde su formidable trabajo como el rabino ciego de Delitos y faltas. Felizmente, el señor Sorkin no ha parado quieto y sigue disparando en muchas direcciones: prepara (también para HBO) otra serie, protagonizada por John Krasinski, estrella de la versión americana de The Office, ambientada en el Chateau Marmont, el hotel de las estrellas en Hollywood (exacto, donde murió John Belushi y los Stones se corrieron las juergas de su vida). Y (vayamos salivando) un musical sobre Houdini cuya partitura tenía que hacer Danny Elfman y va a hacer Stephen (“Pippin”) Schwartz: su estreno en Broadway está previsto para la temporada 2013-14.
P.D. – Un último apunte sobre Bradley Whitford, enorme actor. El febril y melancólico Josh Lyman de El Ala Oeste y el Danny Tripp de Studio 60 (similares características) se reveló luego como un glorioso cómico farsesco, como testimonia The Good Guys, donde encarna, junto a Colin Hanks, a un poli torrentiano colgado del universo de los 70. Divertidísima serie, gloriosamente tonta en apariencia, pero con una estructura mucho más endiablada de lo que parece. Yo soy una de las personas menos viajeras de la galaxia, pero hay una función por la que hubiera cruzado el charco: la pasada temporada, Bradley Whitford formó pareja en Broadway con Mark Rylance (otra bestia de comedia, orgullo de la corona británica ) para protagonizar Boeing Boeing, el descacharrado vodevil de Marc Camoletti que en cine interpretaron Martin y Lewis. No pude escaparme a Nueva York, pero ya le pillaré.