Crítica de «La importancia de llamarse Ernesto», de Wilde, dirección de Alfredo Sanzol, producción propia del Teatro Gayarre
El sueño de un día de primvavera
PEDRO ZABALZA
EN La importancia de llamarse Ernesto sobreabundan las paradojas, los oxímoron, los retruécanos. Tanto que cubren y a veces casi ocultan el propio argumento, como las plantas del jardín vertical ocultan el muro en la escenografía de esta versión producida por la Fundación Gayarre. Y, sin embargo, es el muro el que sostiene el jardín, y no al revés. O tal vez los personajes de Wilde no opinaran lo mismo. Entre el frondoso repertorio de frases ingeniosas, escojo una que me parece que explica muy bien el sentido último de la obra: «En los asuntos de importancia, el estilo y no la sinceridad es lo esencial». Lo principal es siempre la apariencia: llamarse Ernesto (u honesto, o sincero, según el archicomentado juego de palabras del título original) es realmente serlo, y da igual si te comportas como un perfecto vividor («un consumado bunburista«, según la terminología del texto).
Hay otra frase de Wilde que también le iría como un guante a esta obra, solo que no pertenece a ella: «Si alguien dice la verdad, es seguro que tarde o temprano, será descubierto». Esto es lo que le pasa al personaje principal, que descubre en el delicioso giro final (me refiero a la revelación de su nombre verdadero, no a la historia del hallazgo del niño largamente perdido: un clásico entre los ex machina) que ha dicho siempre la verdad sin haber sido consciente de ello. Me parece fantástico este final en el que alguien llega a ser sincero (earnest) a través de la mentira. Creo que esto de llegar a la verdad de rebote es un broche de oro perfecto a una obra en la que todo pretende ser frivolidad e intrascendencia y cuya mayor enseñanza es precisamente esa: que todo es frivolidad e intrascendencia. Al menos en el entorno de las apariencias
Alfredo Sanzol se ha puesto al frente de un elenco de actores navarros para firmar una versión de La importancia de llamarse Ernesto ligera y sofisticada, llena de ritmo y un puntillo irreal, como el sueño de una siesta durante un luminoso día de primavera, con esos personajes que caen fulminados por las flechas de Cupido al primer vistazo del ser amado. E incluso antes: como Cecilia, enamorada del (inexistente) hermano de Jack tres meses antes de conocerle. La dirección de Sanzol ha sabido extraer todo el ritmo del enredo urdido por Wilde, agilizando las transiciones: tenemos que trasladarnos de la casa de Moncrieff en Londres a la de Jack Worthing en el campo; pues se canta una canción, el criado da la vuelta a su librea y ya estamos en otro sitio. Idéntico decorado (e idéntico criado), pero es otro lugar porque nos lo dice la acción. Todo es convención, apariencia, en el texto y en el escenario.
El grupo de actores hace un trabajazo; esperable, por otra parte. Me gustaría destacar a Patxi Larrea, que presenta un Algernon muy divertido, de un movimiento y una locuacidad eléctricos, aunque no termino de ver la pertinencia de forzar la comicidad con un par de caídas artificiosas e improcedentes. De Txori García Uriz había menos constancia de su vis cómica, pero su Jack está también muy bien, muy natural en cada una de sus réplicas, dejando que el humor aflore del ingenioso verbo de Wilde. Un poco más recargada me parece la Gwendolyn de Leire Ruiz, pero reconozco que ese tono le sienta muy bien a un personaje con un leve halo histérico; y además hace que las escenas con la otra protagonista femenina, la Cecilia de Iratxe García Uriz, tengan mucha gracia. Los demás, también estupendos: muy correcta la lady Bracknell de Aurora Moneo; José María Asín y Marta Juániz, magníficos como siempre; y a Pablo del Mundillo le toca un personaje (o dos) con pocas posibilidades para el lucimiento. Se le ha buscado algún recurso para hacerlo cómicamente más atractivo, como el de repetir como un eco la última palabra de su parlamento, pero no tengo muy claro que esto funcione. A cambio, sí que está muy divertido en la escena del té.
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