La Escuela de Teatro Talo cumple 30 años de actividad ininterrumpida y lo celebra con diversos actos, que comenzaron el jueves. Han elaborado un folleto donde listan todos sus montajes, componentes, etcétera, e incluyen artículos de diversa índole, entre ellos dos relacionados con el teatro aficionado, que incluyo aquí.

Profesionales de la afición

“Aficionado” es una de esas etiquetas que a veces pesan como losas. Cuando se le dice a alguien que es un aficionado parece que se le señala sus defectos antes que el cariño por su labor. Por eso, encontrarse con alguien que autodefine como “teatro aficionado” con tanta naturalidad como el Teatro Talo mueve a la reflexión. Le recuerda a uno que, antes que nada, es también, y sobre todo, un aficionado. Que, en el rol que le ha tocado desarrollar, el de valorar lo que hacen los demás, le queda demostrar al menos tanta honestidad y tanto entusiasmo como los que acreditan sus correligionarios de afición.

El Talo cumple treinta años. Tres décadas haciendo teatro. Tres décadas creando afición. A una gente con semejante perseverancia, la palabra aficionado se le queda escasa. Habría que inventar otra para catalogarlos. Se nos olvida que la diferencia entre “profesional” y “aficionado” viene dada por la clase de beneficio que cada uno obtiene de su actividad, no por la pasión hacia ella. Treinta años es casi una vida laboral. Que alguien lleve todo ese tiempo cultivando una vocación como la teatral y todavía se llame aficionado prueba al mismo tiempo un orgullo por esa condición y una humildad a prueba de todos los elogios que se le puedan dirigir a través de estas líneas.

En treinta años, el Talo ha producido más de cuarenta espectáculos. Ni siquiera yo necesito calculadora para sacar la cuenta de que esto da a más de uno por año. Bonita productividad para tratarse de unos aficionados. Su especialidad confesa: el teatro humorístico de la primera mitad del XX. Los Mihura, Jardiel y compañía que también fueron mis guías en mis primeros pasos por esta, sí, llamémosle afición. Autores caídos en desgracia, a los que se les castigó con un sambenito parecido a ese del “teatro aficionado”, y que han tenido precisamente en ese teatro su refugio hasta la recuperación de la que son objeto hoy.

El Talo cumple treinta años y lo celebra trabajando, o sea, haciendo teatro. Parece que no tiene ganas de que le llegue la edad de la jubilación. Y habrá que felicitarse por ello, porque su labor es necesaria. Como la de tantos otros grupos que, con mayor, menor o regular acierto, pero siempre con un interés indiscutible, se inician en un arte que siempre va a devolverles más de lo que inviertan en él. Porque el producto de esta cantera teatral no es tanto lo que presentan, aunque también, sino lo que su trabajo va creando en ellos mismos: el orgullo de ser unos aficionados profesionales.

Pedro Zabalza
Crítico de Diario de Noticias

El teatro invisible

En 2009 se vendieron en este país 15,5 millones de entradas para asistir a 65.059 representaciones de teatro “legales”, de las que tributan a Hacienda y dan de comer a miles de personas. Esta cifra supone un tercio de la población. O sea, que es alta. Mucho dígito para la relevancia social que tiene el teatro profesional, comparado con el espacio que ocupan -en la tele, en los periódicos, en nuestras conversaciones- actividades como las deportivas o la política (en la que participan activamente muchísimas menos personas, y además se lo pasan peor). En Navarra hubo ese año 279.746 espectadores de pago. Es decir, casi la mitad de la población si siguiéramos la verdad estadística, que sabemos es mentira: al teatro van menos personas, pero van bastantes veces.

No existen datos fiables sobre el número de espectadores que, además del citado, acude a ver teatro “aficionado”, aún menos visible. Dicen algunas estimaciones que son entre 8 y 10 millones. Yo digo, porque repaso a diario la programación en mi entorno para elaborar el programa sobre actualidad teatral El Apuntador en Onda Cero, y porque no me tengo por tonto, que no son menos de 15 millones, y me quedo corto. Piensen en el público de las representaciones escolares (muy fácil el conteo a oscuras: todas las cámaras de vídeo tienen un pilotito luminoso); las universitarias, las de grupos “anfibios”, donde practican los artistas que quieren, y todavía no pueden, ser profesionales; en elencos estables como el Talo; o las expresiones parateatrales, como pasiones vivientes, cabalgatas, escenificaciones históricas…

Este teatro aficionado tiene una importancia capital en la generación de público. Es la puerta de entrada para miles de personas, que acuden a la llamada del niño, del familiar, del amigo… También para la salvaguarda del repertorio, y de una sabiduría de siglos para llevarlo a escena, que estuvo en riesgo de desaparición tras el colapso de las compañías estables hace cuatro décadas debido al cambio de las condiciones del mercado. Sólo los aficionados pueden abordar montajes pensados para más de 6-8 actores, límite que marca hoy la rentabilidad de un proyecto.

Un país que quiera un sistema teatral sólido debe cuidar a sus aficionados. Ningunearlo es miope y, a la larga, catastrófico. Pero en un momento en el que la oferta de ocio es inmensa, el amateur debe reclamar su espacio autoexigiéndose en cada montaje mayor calidad. Interpretativa, pero también escenográfica, luz, gestión… El espectador ya sabe mucho y que “regale” su tiempo es impagable. Hay que ponerle cara y matarse por él, que desprecia función a función esa supuesta invisibilidad.

Víctor Iriarte
Crítico de Onda Cero