No hay nada como viajar a Madrid para enterarte de lo que pasa en Pamplona. Por ejemplo, de la próxima producción de zarzuela del Teatro Gayarre, para el mes de enero próximo. Será El niño judío, de Pablo Luna, con libreto de Enrique García Álvarez y Antonio Paso, que dirigirá Ignacio Aranaz.

Callejeando por la capital también me enteré de los motivos de la suspensión del estreno de Una patata frita en el azucarero, producida por Global Servicios Culturales, prevista para el pasado sábado 1 de noviembre, y pospuesta para el 28 de febrero del año que viene. Se debió a una cuestión de derechos. No se contaba con el permiso y finalmente se ha solucionado, pero ha imposibilitado el estreno del montaje, en el que estaban anunciados José Mari Asín, Maiken Beitia y Carol Verano dirigidos por Ignacio Aranaz.

Pero lo mejor de Madrid, sin duda, la programación de teatro del Festival de Otoño. El sábado, un buen aperitivo, Sweeney Todd. El barbero diabólico de la calle Fleet, de Stephen Sondheim, un musical gore, sin bailes edulcorantes, muy dignamente montado por el Teatro Español. Lo mejor, ver a unos excelentes protagónicos: Viky Peña y Joan Crosas, dirigidos por Mario Gas. Estará hasta enero, aviso.

El domingo, el gran festin: 9 horas de teatro, con algunos descansos necesarios para asimilar ese tsunami torrencial de belleza y teatralidad. Era Lypsynch, la última dirección de Robert Lepage, seguramente el mejor director de teatro del mundo, con su compañía Ex Machina (canadiense francófona) y Théâtre sans frontières. Entramos a las 13 horas, salimos pasadas las 22 horas y en varios momentos de la función se me saltaron las lágrimas. Es difícil asimilar tanta belleza, inteligencia y emoción.

Más desigual que la antológica La trilogía de los dragones, que vi en 2003, pero plena de aciertos imborrables. Nueves historias que surgen a partir de los 9 actores que se suceden sobre el escenario para dar vida a medio centenar de personajes. Eso sí que es interpretar, otra dimensión, otro país, otro universo. El eje central de todos los textos es la voz, el sonido, los sonidos, las músicas, lo que escuchamos, lo que creemos entender, lo omitido, las voces interiores, la voz doblada, sugerida, pregrabada, las dobles intenciones, la pérdida del recuerdo de la voz del padre, la voz enlatada que surge frenética y fría de las máquinas, los ordenadores, los trenes, los electrodomésticos… Y todo un viaje expectante (¿a dónde nos lleva cada historia?) para finalmente concluir el eje central -esa búsqueda desconcertada de la madre muerta- en una denuncia radical, desasosegante y lúcida de la exclavitud sexual (tema también por cierto sugerido en La trilogía) para descubrir, después de 9 horas de una contundencia, que todavía hay situaciones atroces para las que ni existen palabras ni hay forma de articular sonidos con sentido.

Teatro total: inteligencia plena para usar los recursos técnicos y momentos memorables de pura manualidad teatral. En la fila de glorias, 9 actores/cantantes (que se expresaron sucesivamente en inglés, francés, alemán, castellano…) y 18 técnicos. Han escuchado bien: 18 técnicos trabajando a destajo (¿4 regidores?) para convertir planchas y plataformas en un avión, un tren, un tranvía, un metro, un apartamento, un estudio de radio, un café, una librería, un prostíbulo…
Dentro de 40 años podré decir: «yo lo vi».

Lunes: The Dybbuk, en polaco, compañía Tr Warszawa, una colección de cuentos y anecdotarios semitas, textos de Szymon Anski y Hanna Krall para analizar el mito judío de la posesión de los espíritus, que regresa en forma de tortura mental en el siglo XX para encarnar la opresión íntima y todo el peso de la Shoah, el holocausto, sobre cada superviviente y miembro de esa religión, de esa raza, de esa comunidad. Un elenco maravilloso (demonios, qué actores, qué directores, que composición escénica, qué diferencia con el embutido habitual que tragamos semana a semana), un espacio sonoro magistral y una fusión de historias que denota una sabiduría ontológica de lo que es hacer teatro.

Martes: La omisión de la familia Coleman, el off off Buenos Aires en la sala pequeña del Teatro Español, «fichados» tras triunfar en el Festival de Otoño del 2007. Los que estuvieron en el Gayarre hace dos jueves con Espía a una mujer que se mata (que no llenó, vaya forma en que se ha retratado el público pamplonés, por cierto casi nadie de la profesión, así nos luce luego) saben la clave de la obra: ocho actores, algunos jovencísimos en edad, que no en profesionalidad, para una obra dirigida por Claudio Tolcachir con una base de partida: una familia en el límite de la indigencia y en proceso de desintegración. Memorable: qué manera de hablar, moverse, interrumpirse, superponerse, cacarear, sin dejar en ningún momento de transmitir una sensación de limpieza y precisión, un mecanismo de relojería total y una lección: no es lo mismo escenificar el caos que hacer caótica una escena, que es lo que se lleva. Aquí es imposible, no hay material humano ni talento para condensar un tipo de teatro así.

Pues eso. Dando envidia. Disculpad.