Por lo que se ve, este blog no anda mal de visitas (un centenar diarias) pero sí de comentaristas. Ayer recomendé el pedazo novelón que ha ganado el Goncourt, que explica con una sencillez estremecedora como un ser humano normal se puede convertir en un criminal genocida. Es Las benévolas y su autor inserta un personaje ficticio en una trama real, con una fuerza tal que asusta. Por eso, recomendé vivamente su lectura (ver la entrada inferior).
Curiosamente, esta sugerencia ha dado lugar a dos comentarios inmediatos, los dos inteligentes, cuya lectura también propongo. El segundo de ellos expone con una prolijidad apabullante varias reflexiones los rasgos psico-patológicos de Hitler. Le agradezco a Mane, su autor, a quien no tengo el gusto de conocer, su erudición. Sin embargo, le diré que saber quién fue Hitler, en realidad, me interesa más bien poco. Por no decir nada (Y eso que recomiendo la extraordinaria biografía de Ian Kershaw, casi se puede decir que definitiva, Hitler, dividida en dos tomos, de unas 1.000 páginas cada uno, correspondientes al periodo 1889-1936 y 1936-1945. Está en Península y en Círculo de Lectores. Esos serían los primeros los títulos que voy a recomendar en esta entrada).
Pero lo que me interesa mucho más cómo toda una sociedad culta como la alemana permitió que sejemante tipejo llegara al poder. Y cómo esa sociedad fue encaminándose con una naturalidad que anodada hasta cometer fría, calculada y sistemáticamente algo tan brutal como el Holocausto, quizá el momento de la historia en que más bajo hemos caído los seres humanos. En esa reflexión llevo bastantes años, y muchas lecturas.
Y aquí contesto a Thabita, comentarista habitual de este blog, quien señala que jamás podría llegar a dónde llegaron tantos alemanes (y soviéticos, y franceses, y letones, y ucranianos, y austríacos, etc) aparentemente cultos, letrados y buenos padres y madres de familia. ¡Ay, Thabita! Ojo. Aterra conocer cómo eran de «normales» las personas que pasaportaron a judíos, gitanos o inválidos en la Alemania nazi. Te daré, y daré a los lectores de este blog, algunas pistas para la reflexión si, como parece, empezar con Las benévolas es un poco fuerte.

El lector, de Bernhard Schilink, un jurista alemán que hizo de su primera novela un best-seller mundial. Anagrama. Novela breve, apenas 200 páginas en formato bolsillo. Hoy mismo ha sido citada por toda la prensa mundial porque Nicole Kidman ha reconocido su embarazo y ha abandonado el rodaje de su adaptación cinematográfica, que se va a titular The Reader. Es la mirada de un joven sobre una mujer que fue vigilanta en un campo de exterminio nazi, de cómo llegó hasta allí y cómo asumió las consecuencias de lo que había hecho. Es una novela maravillosa, y sé que existe versión teatral.

Hitler nunca firmó ningún decreto, ni dio orden concreta que se conozca, para llegar a la «solución final». Aterra pensarlo. Fue un proceso concatenado de hechos, forzado por los problemas de conciencia que causaba a las tropas regulares eliminar con tiros en la nuca juderías completas, tras la invasión de la URSS. Los mejores esbirros del nazismo, con rigor germánico, fueron avanzando «en la dirección del Führer», que es la tesis central de la biografía de Kershaw, junto con otra tanto o más preocupante: que a pesar de aparentar ser una dictadura feroz, la posición de Hitler fue en muchos momentos muy débil y con muy poco esfuerzo (tanto de los alemanes del interior como de los países del entorno) se podía haber derribado su régimen antes de que se reforzara militar y territorialmente como lo hizo. A lo que íbamos. Todo lo relativo al exterminio se concretó en una reunión de mandos intermedios convocada por Heydrich en un discreto chalé del barrio berlinés de Wannsee. Está contado en La villa, el lago, la reunión, de Mark Roseman, RBA. Por cierto, pillé un día una película excelente sobre este encuentro que estaba protagonizada por Kenneth Branagh, cuyo título no recuerdo. Por la forma en que está hecha la película, estoy por asegurar que tiene su origen en una obra de teatro, pero no puedo confirmarlo.

Como sabréis, y si no os lo digo, hay dos posiciones bastante enfrentadas entre los filósofos e historiadores a la hora de abordar el Holocausto. Los que piensan que los criminales, en el fondo, eran unos pelanas que se dejaron enredar, y quienes entienden que no, que hubo responsabilidades que no se pueden explicar de esta manera ni por supuesto justificar. La primera posición tiene un título señero: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, de la politóloga Hannah Arendt. Se lee magníficamente. Los israelíes detectaron en Argentina, viviendo con nombre falso, al mando intermedio alemán de las SS que organizó todo el transporte de los judíos hacia los campos del Este. Sus comandos lo secuestraron, lo trasladaron a su país, lo juzgaron y lo ahorcaron. La filósofa judía cubrió el juicio para una revista norteamericana y después publicó sus conclusiones en un libro, cuya lectura es fácil, pues está expuesto con gran claridad. (Su estudio Los orígenes del totalitarismo es bastante más denso, pero así mismo muy clarificador).

La postura contraria a esa «banalidad del mal» la lideran autores como Daniel Jonah Goldhagen, en obras como Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, Taurus, y La iglesia católica y el Holocausto. Una deuda pendiente, Taurus, ambos muy documentados, donde da hasta hartar y señala claramente a los culpables: todos aquellos que miraron para otro lado, que pudiendo hacer algo callaron, por miedo, cobardia, desinterés… El Vaticano siempre ha estado molesto cuando se indaga en su papel, como hace Goldhagen, pero no extraña especialmente tras la publicación de El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XX, publicada por Planeta, puesto que su autor, John Cornwell, es católico convencido, estaba harto de las acusaciones contra ese Papa y quería contestarlas de una manera definitiva. Con un entusiasmo de partida y su reconocido prestigio intelectual obtuvo permiso para acceder a documentos pontificios pero sus conclusiones fueron demoledoras, al encontrar precisamente lo contrario a lo que buscaba. La posición de Pío XII queda totalmente en entredicho. En líneas generales, supo pronto mucho e hizo poco, tarde y mal. Precisamente esta posición había sido publicitada con gran escándalo en una pieza teatral de 1963, El vicario, de Rolf Hochhuth, que no he podido encontrar.

En esta indagación de cómo la gente de a pie pudo llegar a aquello, son especialmente interesantes dos títulos de Sebastian Haffner, un alemán que emigró a Gran Bretaña cuando Hitler subió al poder, escribió dos testimonios que pasaron inadvertidos y se han reeditado recientemente (en España por Destino): Historia de un alemán. Memorias 1914-1933, donde gracias a sus explicaciones del día a día se entiende el grado de frustración y resentimiento de la población civil alemana en el periodo de entreguerras y su difícil situación ante los periodos de hiperinflacción, que fueron el mejor caldo de cultivo para el crecimiento del antisemitismo y el nazismo. El otro título es Alemania: Jekyll y Hyde. 1939, el nazismo visto desde dentro.

Por no cargar todas las tintas en un sólo lado, que genocidios hubo muchos en la II Guerra Mundial, señalar dos obras de lectura necesaria: Sobre la historia natural de la destrucción, de W.G. Sebald, en Anagrama, algo más filosófico; y El incendio. Alemania bajo los bombardeos 1940-1945, un trabajo histórico riguroso de Jörg Friedrich. Ambos analizan la política de tierra quemada planificada por británicos y norteamericanos con sus potentes escuadrillas de bombardeos sobre objetivos civiles que aniquiló ciudades enteras, mató a decenas de miles de personas, destruyó patrimonio de valor incalculable y no tuvo ningún interés estratégico para acelerar el final de la contienda.

Hay lectura para rato. La caída del bloque soviético ha permitido rescatar testimonios impresionantes sobre el genocidio organizado por el estalinismo. Pero eso requiere otra entrada similar a ésta y creo que debe ser relatado en otra ocasión.