CRÍTICA TEATRO

LA TABERNA FANTÁSTICA. Grupo: El Bardo (Villava). Autor: Alfonso Sastre. Dirección: Pablo Asiain. Intérpretes: Elena Úriz, Txuma García, Itziar Andradas, Javier Briansó, Javier Chocarro, Xabier Flamarique, Pablo Ruiz de Gauna, Joseba Alzueta, Iñaki Esparza, Manolo Almagro, Ramón Elizondo, Imelda Casanova y Ramón Satústregui. Ayudante de dirección: Carol Vázquez. Escenografía: Ramón Satústregui y José María Zugasti. Vestuario: Aiora Ganuza. Iluminación: José Mari Ballesta. Lugar: Teatro de Villava. Fecha: Domingo 24 de enero. Público: 300 espectadores, lleno.

Taberna costumbrista

El malditismo que ha arrastrado la obra de Alfonso Sastre tiene afortunadamente algunas excepciones como la peripecia de La taberna fantástica, estrenada 19 años después de su escritura, en 1985, con la que logró por fin el éxito comercial, su recuperación ante el público como autor imprescindible y el Premio Nacional de Teatro. Su teatro marcadamente político fue censurado con saña y sin rubor durante la Dictadura, y ya en democracia más sibilinamente debido a su militancia en la izquierda radical vasca. Se le ha representado poco, tarde y mal, con algunas excepciones como Escuadra hacia la muerte, La mordaza o ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás? Su Taberna consagró como primera figura de la escena a Rafael Álvarez “el Brujo”. Quienes vieron el montaje en el Gayarre en 1986 todavía recuerdan la impresión que dejó su interpretación de Rogelio, el quinqui protagonista.

El grupo El Bardo ha rescatado este título para el público actual y homenajeó el sábado a este gran autor, algo muy de agradecer. Como todos sus montajes, está magníficamente “vestido”. Merece reconocimiento el trabajo de Ramón Satústregui y José María Zugasti, que han sabido recrear magníficamente un pobre bar de extrarradio madrileño, en los mismos límites de los poblados chabolistas que abundaban aun en pleno “Desarrollismo”, con sus carteles taurinos, radio de galena, botelleros de alambre, odres para almacenar y cuartillos para servir el vino y toda la cutrez que emanaba la España franquista, “un país que olía a calcetín”, en acertada definición de Vázquez Montalbán. Como fondo, una magnífica foto de Paco Ocaña que fija los límites donde la ciudad pierde su nombre. También es atinado el vestuario de suburbio, aunque los guardias civiles vistan con traje del ejército y les sobren los capotes, pues la acción es en verano. La coherencia de la puesta en escena ganaría limando esos pequeños detalles o la llamada al 112, un anacronismo sorprendente.

Respecto de la interpretación, en El Bardo siempre es de subrayar la buena proyección de voz de todo el elenco, con los diálogos perfectamente audibles, y su seguridad en escena, y aquí destacan algunos momentos de Iñaki Esparza en un bien compuesto personaje de “Carburo”, la seguridad de Txuma García como tabernero, el siempre efectivo Ramón Elizondo como Machuna y toda la segunda parte de Javier Chocarro, “toreando” un miura como Rogelio. Debería leer la novela Comedia con fantasma, del maestro Marcos Ordóñez, donde encontrará ayuda para sus primeras escenas: “En la vida real un borracho hace un gran esfuerzo por aparentar que está sobrio. Intenta caminar recto y habla lento, para que no se le note la trompa. X hace justo lo contrario. Habla enfarfullado y se tambalea por todos lados para “demostrar” que está borracho. El público no ve a un borracho. Ve a un actor haciendo de borracho. Por eso no funciona”.

Pablo Asiain ha dirigido como comedia lo que es una tragedia y es error de bulto. Nada se preanuncia, no despiertan temor los guardias, no hay silencios que marquen tensión en las réplicas que marcan giros de la acción –desaprovechadas todas– y nunca se llega a transmitir desasosiego ante lo que se avecina. Todo lo contrario, a veces risas. La función queda plana y por eso se hace larga, una mera estampa costumbrista del universo agitanado de los quincalleros, afortunadamente hoy un recuerdo de tiempos pasados y peores.

POR Víctor Iriarte. Publicado en Diario de Noticias el jueves 28 de enero de 2016.